
Ponencia en la IX Reunião de Antropologia do Mercosul: "Culturas, Encontros e Desigualdades", Universidade Federal do Paraná, Curitiba (Brasil), 10 a 13 de julho de 2011: http://www.ram2011.org/
GT47 - Os estudos socioespaciais e os desafíos dialógicos da Antropologia Contemporânea:
Dr. Eduardo Álvarez Pedrosian
Palabras clave: espacialidad, arquitectura, comunicación
Resumen: El análisis de los procesos de subjetivación referidos a la espacialidad, necesita sostenerse en una perspectiva transdisciplinaria focalizada en aquellos saberes, conocimientos y pensamientos emergidos de las prácticas específicas de construcción, diseño y formas del habitar. Plantearemos una caracterización del análisis de la espacialidad en la conjunción de la antropología, la arquitectura y la comunicación, con el fin de dilucidar los conceptos y categorías necesarias para su aprehensión. Su especificidad debe fundamentarse en la búsqueda de los vínculos de los aspectos humanos con los no-humanos que los constituyen: el afuera en el adentro de la forma de hacer(se) sujeto en el espacio. Proponemos tomar en cuenta tres vectores que cualifican el fenómeno en sus conexiones: la inscripción y mediación, la singularización en tanto pliegue, y la particularización de partes extra partes.
Ponencia completa:
http://www.starlinetecnologia.com.br/ram/arquivos/ram_GT47_E_Alvarez_Pedrosian.pdf
1. Accesos a la espacialidad:
Desde la geometría y el teatro hacia el diseño de la existencia
“La
memoria –¡cosa extraña!– no registra la duración concreta, la duración en el
sentido bergsoniano. No se puede revivir las duraciones abolidas. Sólo es
posible pensarlas, pensarlas sobre la línea de un tiempo abstracto privado de
todo espesor. Es por el espacio, es en el espacio donde encontramos esos bellos
fósiles de duración concretados por largas estancias. El inconsciente reside.”
(Bachelard en Ardao, 1983: 32).
El
análisis de los procesos de subjetivación referidos a la espacialidad, necesita
sostenerse en una perspectiva transdisciplinaria focalizada en aquellos
saberes, conocimientos y pensamientos emergidos de las prácticas específicas de
construcción, diseño y formas del habitar. Plantearemos una caracterización del
análisis de la espacialidad en la conjunción de la antropología, la
arquitectura y la comunicación, con el fin de dilucidar los conceptos y categorías
necesarias para su aprehensión. Su especificidad debe fundamentarse en la
búsqueda de los vínculos de los aspectos humanos con los no-humanos que los
constituyen: el afuera en el adentro de la forma de hacer(se) sujeto en el
espacio.
Tanto la arquitectura, como la antropología y las
ciencias de la comunicación, se han desarrollado según devenires
epistemológicos disímiles en algunos aspectos y congruentes en otros. Nuestro
interés se orienta hacia aquellas búsquedas –tanto frutos de la reflexión de
segundo orden como de las derivadas directamente de los ejercicios
profesionales de la creación de espacios y de otras formas de comunicación–
donde no se recurra a una esencialización de lo humano. De allí nuestro interés
en pensar en términos de “procesos de
subjetivación”, es decir, de complejos de prácticas y experiencias que
involucran y producen maneras de ser, entre las que se destacan las de
hacer(se) sujeto. En tal sentido, para quienes operamos desde las ciencias
humanas y sociales y la filosofía de orientación etnográfica, es sumamente
importante tomar nota de los actuales intereses e inquietudes del diseño
arquitectónico y urbanístico. Si bien a lo largo de miles de años, las tareas
de los hacedores oficiales de espacios fue sostenida en una disociación tajante
entre un mundo de ideas y proyectos abstractos y su puesta en obra, y otro
concreto en el que las poblaciones tenían su existencia sin diseñar ni “belleza”,
el interés por lo que se produce en los “planos
de inmanencia” de las subjetividades es cada vez más creciente. Algunos se
refieren a “lo ordinario”, “lo dado”, “lo banal”, o “lo existente
sin más” (Walker, 2010).
Este proceso se vio acentuado a partir de las duras
críticas que desde el X Congreso Internacional de Arquitectura Moderna (CIAM)
de 1953 se disparara, preparando el terreno para una mutación fundamental en el
orden del pensamiento y el conocimiento –la episteme- occidental. El famoso
“Team 10” del matrimonio Smithson hizo explícito el requerimiento de un
movimiento contemporáneo sensible a lo que los propios habitantes hacían con
sus entornos, y más aún, con lo que aquí llamaremos las espacialidades. Desde
otras perspectivas, fuertemente marcadas por la inter y transdisicplinariedad
en la conjunción de diversas tendencias del campo de las ciencias humanas y
sociales, e incluyendo a su vez los referentes de las mismas como la biología,
la economía y la filología, encontraron en la etología, la psicología de la
percepción, o el análisis de las fuerzas de producción, distribución y consumo
de bienes y servicios, las fuentes para realizar el aterrizaje al mundo de lo
concreto. Pero puede rastrearse su comienzo en la propia modernidad, en el flâneur del París de lo fugaz y
transitorio esbozado en un Baudelaire, y retomado por Benjamin, como la caracterización
misma de la “actitud de modernidad”
(Foucault, 2002).
“… la apropiación e instrumentalización de las
denominadas condiciones existentes: lo banal, lo cotidiano, lo hallado, lo
popular, el paisaje existente… Como denominador común, lo ordinario supone por
definición una condición de alteridad… aquellos objetos que la disciplina de la
arquitectura proclama fuera de su territorio y contra los que define sus
límites. A distancia, estos objetos ejercen cierta fascinación, y en ocasiones
la disciplina recurre a ellos de forma polémica como parte de su propio proceso
de redefinición: del letrero al ascensor, de la gasolinera al aparcamiento, del
descampado al arrabal, de la ciudad dispersa a la ciudad genérica. En síntesis,
la categoría de lo ordinario incluye la arquitectura que la propia arquitectura
excluye.” (Walker, 2010: 7).
El acercamiento a las ciencias antropológicas es
incuestionable, tanto en las problemáticas de interés como en la actitud o ethos que la caracteriza, el
extrañamiento. Podemos considerar a grandes rasgos tres tipos de modelos
paradigmáticos en la forma en que se ha pensado en los proyectos y sus ejecuciones,
así como en las reflexiones sobre los fenómenos espaciales, en dicho devenir.
Siguiendo a Morales (1984), se trata de las concepciones “formalistas”, “funcionalistas”
y “espaciales”. Ellas sirven de
tradiciones desde las cuales comprender este movimiento que a partir de la
década del ’60 del siglo pasado llevará a plantear la “posmodernidad” en el
seno de la arquitectura (Jencks, 1983: 373-386), desde la cual ingresará a las
ciencias antropológicas y la filosofía. Aprendiendo
de las Vegas (1972/1977) de Venturi y otros, llevará al extremo el movimiento
de incorporación de lo que hasta entonces había sido considerado como superfluo
y vulgar, así como Aldo Van Eyck se sentirá directamente atraído por las
experiencias etnográficas de Leiris y Griaule, estudiando las formas espaciales
de los dogones entre otras. Más cercanos en el tiempo, grandes proyectos
colectivos tratarán de acercarse de otra forma a los fenómenos de dispersión,
caos y descontrol propio de las megalópolis contemporáneas, gigantescos
monstruos urbanos como las ciudades del llamado Tercer Mundo que, a pesar de
toda consideración, existen, persisten y no dejan de crecer (Koolhaas, et. al.,
2001).
En primer
lugar, la concepción formalista del espacio. La misma deriva de las más
antiguas tradiciones de pensamiento filosófico y de la creación de espacios. A
partir de la interpretación renacentista de la Antigüedad, el antropocentrismo
vino asociado a las milenarias concepciones aritméticas y geométricas presentes
tanto en la astrología como en el mecanicismo en auge por entonces. El espacio
aparece concebido a partir de las partes extra partes, es decir, de la
limitación y existencia de volúmenes, llenos y vacíos entre unidades asiladas
unas de otras. El platonismo renacentista, acentuado en los siglos posteriores,
se ve claramente en las búsquedas en términos de armonía y proporcionalidad, en
las relaciones numéricas entre partes constituidas en todos según
articulaciones mayores y menores. El plano cartesiano, y el espacio tridimensional
emergido del mismo, son la visualización más lograda de esta manera de pensar
el espacio, presente tanto en la filosofía –en general, y en aquella que se
vincula por sus problemáticas a las futuras ciencias humanas y sociales– como
en la historia del arte, la teoría de la arquitectura, y el diseño y la
construcción de espacios. Tratados como los de Alberti o Piranessi, encuentran
en el siglo XX sus correlaciones en el modulor
formulado por Le Corbusier (1961), es decir, la búsqueda de “patrones” en las relaciones geométricas
de los elementos.
En segundo término, el paradigma funcionalista, tan
relevante para las ciencias y presente en variadas tendencias filosóficas
modernas, también encuentra su lugar en la dimensión de la creación de
espacialidad. La noción de “función”
está asociada en una misma episteme junto a la de “organismo”. La perspectiva de la biología, en sus variadas
tendencias, servirá de modelo. Aquí ya se hace hincapié en aquello que es más que la suma de las partes, las resultantes
no numéricas, o a lo sumo la apertura de lo infinitesimal como en el barroco
con Leibniz (Deleuze, 1989). Nuevamente nos encontraremos con aspectos
fuertemente cuestionados con posterioridad, pues de allí se derivan las nociones
de “estructura” por ejemplo, la
identificación entre belleza, pureza y perfección con cierta función aislada de
su contexto, etc. Lo que parece persistir y ser aún de gran utilidad, es la
perspectiva articuladora y vital (como en Spinoza) que esta concepción nos ha
legado: la espacialidad responde, en un segundo nivel de complejidad que
redefine las reglas de composición de las partes en tanto externas a las otras
partes, a fuerzas y tendencias vitales que determinan lo que es considerado
como afirmativo, necesario y satisfactorio. El enfrentamiento entre “forma y función”, tan importante para la
historia del arte, en los debates de algunas vanguardias artísticas del siglo
XX, en la pautas de construcción del llamado “estilo internacional” que llenó de construcciones el planeta
durante el siglo XX, y presente aún en ciertos ámbitos del pensamiento y el
conocimiento, también ha sido superada gracias a un tercer orden del fenómeno.
Y en la reconstrucción de postguerra europea, se presenta un panorama para
debatir y poner en práctica todo ello:
“El hiato existente entre el espacio tal y como es concebido
y el espacio vivido pone en evidencia que el concepto de lo funcional no puede
ser suficiente para hacer surgir una estructura interna, una fuerza capaz de
satisfacer –por encima de las necesidades– los diferentes deseos de creación,
libertad, de ritmo, de conocimiento… aspiraciones todas ellas subjetivas que
suponen un ‘suplemento cultural’…” (Bertrand, 1981: 16).
Esta tercera perspectiva del espacio arquitectónico, es la que se focaliza en la espacialidad en cuanto tal, no negando sino absorbiendo a las dos precedentes. Igualmente este enfoque tendrá sus puntos muertos que conllevan cierto tipo de determinismo. Pero es claro que la cuestión de la producción de subjetividad aparece como la instancia decisiva, aunque a veces en formas simplificadas derivadas de las diferentes tendencias de las ciencias humanas y sociales y sus respectivos modelos –biología, economía y filología– (Foucault, 1997). Desde una concepción fenomenológica, las diferentes entidades “empírico-trascendentales” –sociedad, cultura, lenguaje, psiquis, educación– producen y son productoras de “lo humano”. De allí y de la recombinación de los aspectos formales y funcionales del espacio, pueden desprenderse las diferentes perspectivas como las de la Escuela de Chicago y sus incursiones en lo urbano (Hannerz, 1986), la sociología y la antropología esbozada por los diferentes investigadores de la Escuela de Palo Alto –principalmente la “proxémica” (Hall, 1994; Winkin, 1994) y la “dramaturgia” (Goffman, 2004; Winkin, 1994)–, etc. El gran avance es la consideración del espacio como producto y productor de los social y cultural, haciendo cada vez mayor hincapié en la dimensión comunicacional de ambas entidades involucradas, desde los “rasgos intensivos” (Guattari, 1989), de “mediación” o “transmisión” (Martín-Barbero, 1987; Debray, 2001), que incluyen a la expresividad y la representatividad como procedimientos fundamentales, a veces opuestos (Sfez, 1995). Todo ello no deja de ser un reencuentro con el “topos” aristotélico, el “lugar” como cualidad, y la preeminencia del habitar del zoon politikon sobre los demás aspectos. La metáfora del teatro será la más sobresaliente, en las vinculaciones de los conceptos que podemos rastrear genealógicamente en el pensamiento griego clásico, las relaciones entre teoría y teatro, y la propia concepción de la polis.
Esta tercera perspectiva del espacio arquitectónico, es la que se focaliza en la espacialidad en cuanto tal, no negando sino absorbiendo a las dos precedentes. Igualmente este enfoque tendrá sus puntos muertos que conllevan cierto tipo de determinismo. Pero es claro que la cuestión de la producción de subjetividad aparece como la instancia decisiva, aunque a veces en formas simplificadas derivadas de las diferentes tendencias de las ciencias humanas y sociales y sus respectivos modelos –biología, economía y filología– (Foucault, 1997). Desde una concepción fenomenológica, las diferentes entidades “empírico-trascendentales” –sociedad, cultura, lenguaje, psiquis, educación– producen y son productoras de “lo humano”. De allí y de la recombinación de los aspectos formales y funcionales del espacio, pueden desprenderse las diferentes perspectivas como las de la Escuela de Chicago y sus incursiones en lo urbano (Hannerz, 1986), la sociología y la antropología esbozada por los diferentes investigadores de la Escuela de Palo Alto –principalmente la “proxémica” (Hall, 1994; Winkin, 1994) y la “dramaturgia” (Goffman, 2004; Winkin, 1994)–, etc. El gran avance es la consideración del espacio como producto y productor de los social y cultural, haciendo cada vez mayor hincapié en la dimensión comunicacional de ambas entidades involucradas, desde los “rasgos intensivos” (Guattari, 1989), de “mediación” o “transmisión” (Martín-Barbero, 1987; Debray, 2001), que incluyen a la expresividad y la representatividad como procedimientos fundamentales, a veces opuestos (Sfez, 1995). Todo ello no deja de ser un reencuentro con el “topos” aristotélico, el “lugar” como cualidad, y la preeminencia del habitar del zoon politikon sobre los demás aspectos. La metáfora del teatro será la más sobresaliente, en las vinculaciones de los conceptos que podemos rastrear genealógicamente en el pensamiento griego clásico, las relaciones entre teoría y teatro, y la propia concepción de la polis.
Ahora bien, un acercamiento más sofisticado a esta
temática es ofrecida por Norberg-Schulz (1975) con su “espacio existencial”. Si bien realiza una crítica a las simplificaciones
propias de los modelos geométricos y perceptuales-conductuales, más que
dejarlos de lado busca asimilarlos en una perspectiva mayor. Y creemos que ese
es el gesto necesario, pues la “fenomenología
de la percepción” (Merleau-Ponty, 1994), la “psicología genética” (Piaget, 2009), y la “proxémica” de base etológica (Hall, 1994), y las combinaciones de
ello sobre la idea de una “buena imagen
del entorno” (Lynch, 1998), no dejan de ser elementos a tomar en cuenta en
el análisis de la espacialidad. Pero hay algo más, y ello nos conduce
necesariamente al carácter estético de toda forma humana de existencia, al
núcleo creativo que diseña no sólo los objetos sino la propia definición de la
distinción entre objeto-sujeto, y allí debemos ubicar los elementos
constitutivos de toda espacialidad.
En tal sentido, como lo recuerda el propio Norberg-Schultz,
es Heidegger y su fenomenología-hermenéutica de tipo existencial, la que coloca
al espacio como condición de todo ser: “Ser
es residir”. Estar-en, por tanto, se encuentra en la raíz de todo proceso
de subjetivación. Efectivamente nos encontramos nuevamente con la noción
aristotélica de lugar como un “donde”,
en tanto emplazamiento adecuado hacia el cual tiende todo elemento. Lo
interesante es que se trata de una materia, ni física ni conceptualmente: “un
lugar, o espacio, no puede tener un cuerpo… forma y lugar no delimitan la misma
cosa. La forma es el límite de la cosa circunscrita, y el lugar el límite del
cuerpo circunscrito…” (Aristóteles en Van der Meer, 1987: 38-39).
Igualmente debemos ir un poco más, y como los
arquitectos deconstructivistas lo afirman, hay que poner en tela de juicio la
propia identificación que persiste entre pensamiento y arquitectura, con sus
grandes metáforas (fundamentación, etc.), para acceder a esta dimensión de
creatividad donde el espacio ya deje de ser sinónimo de construcción. Y es que
así como debemos tomar en cuenta dicho sentido del Dasein, también está el otro, el salir-de, lo que constituyen para
nosotros la noción de misma de “comunicación”
como proceso de transversalización desterritorializante (Álvarez Pedrosian,
2009b) asociado a la “virtualidad”
(Lévy, 1999).
“Semper revirtió por completo la comprensión
convencional en arquitectura, basada en la simple narrativa según la cual la
gente construye primero una especie de abrigo o albergue básico que la protege
para sobrevivir, y luego poco a poco va perfeccionando y reforzando esa
estructura… por el contrario, la arquitectura comenzó con los ornamentos. Los
edificios tienen su origen en el uso de telas tejidas destinadas a definir el
espacio social, específicamente el espacio de la domesticidad… los tejidos
constituían desde un principio la producción del espacio mismo. Antes de ellos,
el espacio era literalmente impensable… Para Sempler, la arquitectura no se
desarrolla edificando una estructura cada vez más sólida y luego cubriéndola
con una decoración cada vez más elaborada. Más bien, una vez que la tecnología
del ornamento puede ser controlada, las telas son sostenidas –primero con unos
pocos parantes, como en una especie de tienda–… Pero no importa cuán solidas,
la estructura de las paredes permanece en un rol secundario a la decoración,
sólo se ve lo que la recubre. El espacio real no está definido por las paredes
sino por la textura de la tela que las recubre... La historia de la
arquitectura resulta entonces la historia de las tecnologías ornamentales
entendidas como mecanismos de comunicación.” (Wigley, 1994: 254-255).
2. Los tres órdenes de composición y sus síntesis parciales
De lo que se trata por tanto no es de los espacios físicos, ni siquiera tan sólo del simbolismo en el espacio, sino de algo más profundo, la composición de formas de existencia o maneras de “hacer ser” (Castoriadis, 1997: 136). Una arquitectónica por tanto, tiene que ver con las herramientas de diseño de las formas de ser, a partir siempre de prácticas y experiencias específicas donde son puestas en uso y de donde emergen como resultantes. No se trata por tanto de una axiología, de un conjunto de reglas de estructuración, para la cual los fenómenos espaciales son una forma de proyección más entre todas las posibles de la comunicación según soportes y medios específicos, en este caso lo lleno y lo vacío, el suelo y el cielo, arriba y abajo y todo lo que implica el “dualismo” (Lévi-Strauss, 1994). Igualmente una perspectiva construccionista y composicional debe mucho al movimiento estructuralista. Lo que aquí está en juego es la composición de lo abierto y lo cerrado, el afuera y el adentro, a partir de lo cual se generan en definitiva las más diversas configuraciones subjetivas, pero que no cesan de estar en devenir y tampoco pueden reducirse a un grupo de modelos posibles. Como planteaba Heidegger, el ser es en tanto reside, se posiciona, pero no deja de estar en tránsito, en devenir. Y es que lo fijo y lo transitorio no se anulan, como lo abierto y lo cerrado no se excluyen, sino que se componen de forma específica, más aún, estando el afuera en el adentro, el universo entero en cada forma humana de existencia particular.
Proponemos
tomar en cuenta tres vectores que cualifican el fenómeno en sus conexiones: la particularización de partes extra
partes, la singularización en tanto
pliegue, y la inscripción y mediación.
Como veremos a continuación, se trata de reunir en un mismo enfoque las tres
perspectivas fundamentales de las formas de concebir el espacio en lo que
refiere a la espacialidad. No se trata tan solo de antropología urbana, ni del
espacio, y ello ha quedado cada vez más establecido a partir de los fenómenos
promovidos por las tecnologías de la información y la comunicación, la
desterritorialización y las tensiones que genera en lo local cada vez más
explícitamente transversal (Hannerz, 1998; Marcus, 2001). Lo urbano por
supuesto es el modelo de espacialidad triunfante, pero no toda ella es urbana.
Quizás en un futuro pueda serlo, pero a la par de que tendremos en frente los
espacios siderales como alteridad, y que cada vez se encuentre más tensionada
por dinámicas desterritoriales que ponen en contacto espacio-tiempos disímiles
más allá y más acá de la materialización. Esto mismo puede verse claramente en
la expansión de la práctica de diseño arquitectónico en los llamados “entornos virtuales”.
Un proceso de subjetivación es en alguna parte. Se
singulariza en un orden de extensividades pobladas de materiales de expresión
investidos intensivamente por los procesos de subjetivación precedentes. El
espacio subjetivado se nos da como totalidad singular, por mínima que sea, como
una parte al lado de otras partes distinguibles o no a partir de lo sensible; y
como una poética y hermenéutica general a partir de las producciones realizadas
con los materiales de expresión. Como hemos planteado, el espacio para y de la
subjetividad no es del orden tan solo de lo cuantitativo y reversible. Si
existe un espacio de estas características se trata del espacio no subjetivado,
aquél que puede pensárselo tan solo desde las partes extra partes. Por tanto
hay espacio subjetivado cuando entre esas series de partes extra partes se
realiza una síntesis, una juntura compositiva del orden de los cuerpos y sus
relaciones, la cual necesariamente implica herramientas de composición,
instrumentos o formas de hacer y materiales con los que llevar a cabo dicha
práctica. Hay subjetividad, y además humana, cuando las relaciones de los
cuerpos entre sí son registrados, inscritos y transmitidos, cuando se instauran
órdenes semióticos que, como también sabemos, tienen precedentes en la
etología.
La espacialidad se da en el cruce de estos tres
órdenes, lo que hace que del espacio a la espacialidad se pase gracias a la
modificación de cada uno de los componentes según los otros dos, en tanto
rizoma (Deleuze y Guattari, 1997: 9-32). Cada orden deviene otro que se genera
entre los tres: la espacialidad. Pues la particularidad de las partes extra
partes, la singularidad en tanto pliegue y la mediación, se dan en otras
configuraciones que no son espaciales, pero su conjugación, su coordinación
dentro de los procesos de subjetivación, es lo que llamamos la espacialidad.
Que cada uno devenga el otro, y lo que se genera entre los tres gracias a ello,
implica que cada orden se enfrente a situaciones límite, se abra a los otros,
se transversalice. Así la particularidad se enfrenta al límite que implica la
distinción interno/externo no-dicotómica sino serial, a la que la arrastra la
extensividad con sus partes extra partes, y deviene singularidad. Esta
particularidad que experimentamos como una de las totalizaciones más poderosas,
la de sentirnos en un sitio específico, singular, a lo sumo en una serie pero
siempre de círculos concéntricos y/o puntos de un itinerario, es tomada como
una parte externa a otras partes.
En el límite, nos percatamos de que no hay una
exclusión absoluta, que no hay una dicotomía interno/externo, pues los procesos
de subjetivación necesitan y generan síntesis gracias a una economía (hoy
diríamos mejor ecología), la transición fácil de los principios de asociación
presentes en la composición subjetiva en general (Deleuze, 2002). El mínimo
lugar o su grado cero, es “sitio,
recorrido y pasaje”, un campo y a la vez un cruce de flujos que conectan a
otros campos: en los términos tradicionales, “centro, itinerario y encrucijada” (Augé, 1994: 64), o “barrio, senda y nodo” (Lynch,
1998). En este tipo de espacios humanizados, como en las aberturas de las
construcciones edilicias de las ciudades modernas y contemporáneas, el salto y
la ruptura de órdenes que implica ingresar o salir del espacio interior, es
complementado con la instauración de otros micro-campos, pequeños en relación a
los internos y externos, unas partes más pequeñas en la contigüidad de las
partes extra partes, donde permanentemente puede esfumarse y ser solapada de un
lado y del otro. Hemos investigado, por ejemplo, un caso de generación de estos
mínimos lugares de paso en las aberturas de un espacio fuertemente instituido y
cargado por afectos muy intensos como ser un hospital público, que tienen su
particularidad en continua descomposición, y a la vez constituyen los
escenarios de acontecimientos de suma importancia para pacientes y allegados a
los mismos en la forma en que llevan adelante la internación hospitalaria
(Álvarez Pedrosian, 2009c: 115-138). Esto nos obliga a preguntarnos: ¿existen
los “no-lugares”, tal como los
planteó Augé (1994), o se trata de un caso límite, de una tendencia nunca
concretada?
El límite al que se enfrenta este orden cuando es
colonizado por la subjetividad humana puede ser pensado como la dificultad que
representa la infinitesimal espesura de un plano, la relación entre sus dos
caras. La extensividad que parece no tener límites, que parece abarcarlo todo,
ese espacio físico al que tradicionalmente nos referimos y que se consolida a
partir de la física matemática, al ser antropologizado y con ello devenir particular
y soporte de transmisión de experiencias significadas, es cortado. Desde el
diseño de una imagen de la ciudad esto es pensado como “borde” (Lynch, 1998), y su “desdibujación”
constituye uno de los rasgos más significativos de las formas urbanas
contemporáneas, sea por los tamaños que han alcanzado las ciudades en su
expansión, las generación de formas espaciales hiper-funcionales en su tematización,
la integración y agrupamiento en megalópolis, o la desconexión de piezas plegadas
sobre sí mismas (Monge, 2007: 27-28; Álvarez Pedrosian, 2009a). Pero esto mismo
ya está presente en los casos de aquellos espacios de superficies planas
definidos por lo que sucede hacia el otro lado de cada uno o de algunos de los
planos que sirven de frontera, por las otras caras que miran hacia las otras
direcciones.
Un buen ejemplo es lo que sucede a las espaldas de
la avenida 18 de julio de Montevideo, la principal vía de la ciudad moderna. En
ciertas calles que corren paralelas, se experimentan espacios que se encuentran
también al límite de su consistencia, pues parecen remitir hacia el otro lado,
la otra cara. La operación de visibilidad implica un ocultamiento, pues los
cuerpos proyectan sus sombras sobre las superficies de los otros cuerpos. Esta
parte simplemente yuxtapuesta en la cadena de otras partes exteriores, cobra
una intensidad propia en la carencia, como una concentración de luz en las
sombras: no-lugares que se cualifican intermitentemente. La extensividad que es
objeto de composición, la que ingresa al cruce de los órdenes de la singularidad
y la mediación inscriptora, es cualificada. Esto hace que una parte
cuantitativa sea afectada por otra y por ello es posible tal operación, la
apertura del orden de la extensividad llevado al límite: una parte afecta a
otra y con ello se rompe la monotonía cuantitativa.
Y lo mismo con el orden de la transmisión e
inscripción cuando se conjuga con los otros dos. Los devenires, en tanto
resultante de los acontecimientos y sus combinaciones, en la multiplicidad de
elementos subjetivos siempre condicionados de alguna forma también en
permanente transformación, inevitablemente dejan huella. El caso extremo y
tradicional de ello en la dimensión de lo urbano es el “mojón” (Lynch, 1998), y las tendencias volcadas al estudio
semiológico de la ciudad exploran en esa dirección (Aymonino, 1981; Rossi, 1981).
No nos vamos a detener aquí en el debate epistemológico en torno a las llamadas
ciencias de la comunicación, tan solo tomaremos nota de que más allá de las
diferentes conceptualizaciones –“transmisión”,
“intercambio”, “difusión”–, y de poder sintetizar las dos grandes manera de
concebir la comunicación en las ciencias y la filosofía desde el siglo XVII
como “expresión” y “representación” (Sfez, 1995), lo que
está en juego es el carácter “mediacional”,
o si se quiere “desterritorializante”
de la misma. Este proceso que conocemos habitualmente como de “glocalización”, implica siempre la
generación de espacialidades que hacen uso y dejan como resto una modificación
como hemos visto que singulariza y particulariza. Cuando nos referimos a “materiales de expresión”, no damos por
sentada una metafísica de la materia, y la física contemporánea tampoco lo hace
desde hace ya bastante tiempo. Nos referimos a lo que es tomado y/o termina
siendo afectado de formas que luego serán retomadas como información, que al
cualificarla siempre en el procesamiento a
su manera estas huellas, pasarán a volver a ser utilizadas por una nueva
instauración que al mismo tiempo va más allá.
En este caso, este orden de lo comunicativo –y no
sólo de lo lingüístico–, sabemos que se caracteriza por elaborar diferentes “esferas mediáticas” (Lotman, 1998), a
partir de la creación de contenidos y
expresiones –en los términos de
Hjelmslev y retomados por Deleuze y Guattari (1997: 81-116)– en forma
inextricable; géneros y estilos ligados a prácticas específicas y sus “esferas de actividad” en “polifonía” (Bajtín, 1982: 248-293). Y
ello no ocurre solamente en la esfera del discurso y sus agenciamientos. Y aún
más, gracias a la aceleración de la innovación y presencia de las tecnologías
sustentadas en la ciencia de la información y las ingenierías implicadas en la
innovación y puesta en uso de las mismas, los materiales aludidos han dejado de
ser sinónimo de la materia perceptible. Lo que sigue existiendo es este orden
de las transversalidades que además se ha ido destacando como el más problemático
de los tres relativos a la espacialidad. Los debates en torno al “tiempo real”, la desaparición de las
distancias, la anulación del espacio físico y por añadidura del espacio antropológico
(Virilio, 1996), nos obligan a asumir la relatividad de todo orden constitutivo
de cualquier proceso de subjetivación, incluida la espacialidad.
Cuando se genera una síntesis, siempre parcial y
abierta, entre los tres órdenes de las partes extra partes, la singularización,
y la mediación inscriptora, esta última es llevada al límite tensionando y
explorando lo que implica la condición de los materiales de expresión en el
diseño existencial. Como ya hemos planteado, esto se da en una relación
inextricable entre medio y mensaje, expresión y contenido, por lo cual tanto
desde la semiótica como de la hermenéutica, así como de la semiología o las
ciencias cognitivas del lenguaje y la cibernética, existen de uno y otro lado
elementos que necesitan conjugarse en su “encuentro”:
un código para descifrar una información, o un horizonte de comprensión desde
el cual captar los significados y sentidos puestos en juego en una interpretación,
siempre de interpretaciones.
Un espacio subjetivado es un espacio con huellas,
inscrito, modificado estratigráficamente. El orden de la significación es
llevado al límite cuando opera en el espacio, en el cruce con la singularización
y la extensividad de las partes. Ahora ya no alcanza con el efecto holístico de
lo singular, el sitio debe ser recorrido él, y deja definitivamente de ser
pasaje para hacernos pasajeros en él. La inmanencia que tiene como efecto a un
lugar, no deja de estar constituida por líneas de trascendencia en su
composición. Y existe toda una semiótica de las intensidades de los registros
inscritos en un lugar, una particularidad que deviene archivo de superficies de
inscripción estratificada, y las partes extra partes son plegadas en relaciones
diferenciales de implicancias, derivaciones e integraciones.
El aquí-y-ahora de la percepción de estar en un
lugar, si bien se da en la serie de las multiplicidades cuantitativas de las
partes extra partes, es gracias al cruce con las series de los órdenes de la singularidad
que dota de cualidad a la parte, y de inscripción y proyección más allá que
dota de intensividad a la misma. Cuando el grado de imperceptibilidad tiende al
mínimo, cuando los signos con los que contamos no son ni símbolos, ni
indicadores, sino indicios (Peirce, 1999), la intuición soporta más la
composición de la experiencia subjetiva. Existen diferentes grados de
visibilidad de los diferentes estratos que componen la experiencia subjetiva
del espacio, y ello está determinado tanto por los materiales como por su
utilización, condiciones contingentes pero a su vez doblemente condicionadas
por el hecho de que en todo espacio subjetivamente humanizado –en todo lugar y
“no”-lugar (Augé, 1994)– “pasan cosas”. La transmisión inscriptora se halla en su límite cuando es en
el espacio donde más parece estar garantizada la perdurabilidad del soporte,
pero a la vez donde más se encuentra desprovista de las otras inscripciones en
otros soportes de un mismo estrato.
El espacio como contexto de los acontecimientos es
el aspecto más descontextualizado de todos los que constituyen dicho
acontecimiento, más que la escritura inclusive. Por ello debemos tener mucho
cuidado de quedarnos con una imagen congelada del mismo, una constante que
sirve de “telón de fondo” de la
escena, donde el “espacio social” es
esencializado. Esto efectivamente sucede en los procesos en que participa el
investigador, y las diferentes “imágenes
de la ciudad” son también tema de análisis y diseño (Lynch, 1998; García
Canclini, 1997), pero el propio analista debe tratar de problematizar ello
hasta donde pueda, poniendo en duda cada una de las síntesis más o menos
cristalizadas o identidades. El signo no se expresa sin un código para descifrarlo,
es en el espacio donde más se pone en juego el tipo de relación entre las series
de significantes y significados, la posibilidad de interpretar.
Casos límite son aquellos en los cuales han
acontecido una serie rápida y muy variada de experiencias y donde el corte
entre ellas es muy abrupto, la descontextualización es de las más altas, por la
diferencia de campos pautadas en el uso social de las partes extra partes, la
distribución de los cuerpos, y donde la particularidad solo está pautada por la
perdurabilidad variable de los materiales; es lo único que hace que se trate de
un mismo lugar, la propiedad de esos materiales pautadas en el uso
político-económico (energético) de las partes extra partes. Uno de los
fenómenos más patentes al respecto es el de los “graffitis”, para cuya comprensión Silva (2007) ha planteado
justamente una serie de cualidades (o “valencias”)
en las que podemos encontrar estas cuestiones composicionales: marginalidad,
anonimato, espontaneidad, escenicidad, precariedad, velocidad y fugacidad.
La espacialidad, la subjetivación del espacio, es
además humana a partir de la presencia de esta tercera serie. Pero ella sola no
alcanza para explicar lo que sucede con la subjetividad en el espacio, con el
espacio subjetivado. Solo es posible en el cruce de la serie de lo singular y
la parte, y en tanto que materia de expresión (comunicación): la singularidad
deviene particularidad, la parte un todo, y el soporte contenido. Pero sin una
singularidad devenida parte y expresión, una parte devenida singularidad y
expresión, y una expresión devenida singularidad y parte, no hay espacialidad.
Para que tengamos espacialidad, cada una de estas series –también presentes en
otras múltiples dimensiones de los procesos de subjetivación– son llevadas a
sus condiciones límite en la fusión con las otras, a un devenir imperceptible:
lo singular se descompone, la parte se cualifica, la inscripción no guarda
vínculos con otros registros de un mismo acontecimiento. Y esto es, quizás, de
las cosas que más se olvidan en ciencias humanas y sociales al pensar y conocer
tomando en cuenta la espacialidad, y lo que más relevancia tiene para un
diseñador en tanto artista de espacialidades, pues es por donde puede comenzar
su creación. Es cierto también que este llevar al límite no es la situación
concreta en cada caso, sino más bien la tendencia hacia la des-composición. Pero
solo así podremos ser capaces de captar la composición del espacio, tanto en la
experiencia cotidiana como en la proyección arquitectónica y urbanística.
3. A modo de último ejemplo:
Cartografiando las cualidades de la periferia contemporánea
En la tarea de cartografiar los
procesos de subjetivación puestos en juego en las periferias urbanas
contemporáneas, a partir de una investigación de corte etnográfico y como
herramienta de intervención, hemos intentando un acercamiento de este tipo, (Álvarez
Pedrosian, 2009a). A su vez, este puede ser muy afín al necesario en la
investigación inherente a todo proceso de proyecto, tanto arquitectónico como
urbanístico y territorial (Berio y del Castillo, 2010). Una de las dimensiones
tomadas en cuenta es la espacialidad en su versión territorial, al estar la
investigación focalizada y articulada por las problemáticas definidas en
términos del habitar en la periferia urbana (Wacquant, 2007). Cada cualidad de
la espacialidad en cuestión es resultante y condicionante de la producción de
la misma, y está constituida por la combinación particular de los órdenes de
las partes extra partes, el pliegue holístico de lo vital, y el carácter mediador
de los materiales de expresión.
Una primera cualidad es la fragmentación, que se presenta en toda escala y dimensión espacial.
La contaminación, opera como una
mancha voraz que no cesa de solaparse a todo lo existente, opera como expresión
de la fragmentación y es en sí una huella tan poderosa que parece hace desaparecer
a las demás. La expansión de los bordes,
es un típico proceso de las periferias urbanas contemporáneas, y aquí también
se evidencia, combinándose con las demás cualidades y sus tendencias. El hacinamiento y compartimentación, es
propia de los modelos y tipologías de la construcción de espacios llevadas a
cabo por actores sociales y políticos que erigieron los diferentes complejos
habitacionales de bajo costos y más o menos precarios a lo largo de cincuenta
años. Esta cualidad contraste fuertemente, en tanto homogeneización previa de los complejos, con la fluidez de los asentamientos irregulares presentes en la zona,
dentro de la lógica de fragmentación en primer lugar planteada. Y por último,
la particularización de la
autoconstrucción, la práctica de los propios habitantes de crear sus
propios espacios, termina de constituir un proceso y una cualidad que define
sus propias espacialidades. De ella se puede derivar la expansión de los
bordes, las transformaciones en las tipologías arquitectónicas presentes en las
construcciones oficiales, cambiando cuantitativa y cualitativamente los tipos
de hacinamiento y compartimentación existentes, escapando y siendo capturadas
por la mancha voraz de la basura y su ecosistema, rigiéndose por la lógica de
fragmentación y alimentándola, etc.
Estas cualidades y sus articulaciones, tratan de dar
cuenta de la territorialidad suscitada en el contexto de esta investigación
participativa, y de ser formuladas en el “encuentro
entre” las formas de sentir y pensar de los habitantes y las de los
arquitectos y urbanistas, con la intención de hacer viable procesos de diseño
participativo y con ello potenciar las transformaciones necesarias. Algunos
sectores de la llamada teoría de la arquitectura, surgida de intervenciones
concretas, estudios y proyectos específicos, ya se ha encaminado a esta
búsqueda, donde las espacialidades creadas y creadoras de quienes las habitan
merecen todo el interés de los expertos en crear nuevas espacialidades (Walker,
2010). Quizás es hora de que también la filosofía y las ciencias humanas y sociales
–tomando a las ciencias de la comunicación como la vanguardia de las mismas– se
sumen al movimiento de convergencia, justamente, aportando la “mirada antropológica”, el “extrañamiento” habilitado y cada vez más
necesario en este tipo de procesos comunicativos.
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