Juego & medio

© Materiales del naufragio; eduardoalvarezpedrosian.blogspot.com, 2007.

Este artículo se basa en la intervención antropológica llevada a cabo en el Jardín de Infantes Volando Bajito, bajo la dirección de la Ed. Inicial Zulma Camacho, barrio del Reducto, Montevideo, año 2000.






Una linda mañana en el jardín. Serían las once y era primavera. Había ido para hablar con Z. sobre algunas cuestiones, y ella como siempre, estaba en mil tareas que sabe perfectamente articular. Claro, las puede articular pero el tiempo es limitado siempre; le dije que estuviera tranquila con la niñita que estaba alimentando y la cual, asustada por mis lentes y pelos no paraba de llorar. Me fui a la otra habitación donde me encontré con dos amiguitos de improvisto. Eran Joaquín y Joaquín, dos Joaquines de dos años y medio de edad, que ya me habían visto una vez anteriormente, y tranquilamente me senté junto a ellos en la sala grande de la mesa petisa. Los había conocido otra mañana parecida un par de días antes.
En aquella oportunidad me los encontré a los dos sentados bajo la gran parra del patio de atrás. Los había saludado, y esperando a Z. había tomado una escoba con la que ella había estado barriendo las hojas del patio. Empecé explícitamente llamando la atención, aunque en realidad la atención de aquellos dos estaba ya clavada en mí desde que había aparecido en escena frente a sus penetrantes miradas. Intuitivamente me había puesto a barrer, al ver la escoba allí, y pensando en entrar en escena para ellos desde una actividad que Z. había estado haciendo hasta ese momento. Así comencé a barrer. —Con esa no, con la otra, dijo uno de ellos señalándome el rastrillo apoyado en una de las raíces de la parra. No lo había visto, lo tomé y le di las gracias, y nos pusimos a charlar sobre la parra y el sol. Era claro que uno de ellos no estaba con el mismo grado de apertura ante mi, un desconocido pero amigo de Z. Había una diferencia claramente perceptible en las formas de apertura hacia el exterior de estos dos amiguitos que compartían la mañana con una pelota de Peñarol. Uno de ellos me miraba con un poco de miedo, alerta a mi mas leve cambio de voz, con unos ojos enormes y brillosos. El otro Joaquín, el que me había hablado, comenzó de a poco a hilar suavemente un diálogo, a comunicar sensaciones suyas mientras yo jugaba con la pelota tratando de dominarla. —Qué lindo está acá abajo de la parra, comenté cuando el más dispuesto a hablar me hizo notar la presencia del sol en el piso del patio, y el otro acompañaba todo con sus ojos. Charlamos sobre el movimiento del sol desde la sombra de las hojas de la parra. Después nos saludamos y me fui, quedándome con la sensación de que uno de ellos no me había permitido dialogar con él pero que sí me había prestado mucha de su atención.
Ésta mañana me los encontraba por segunda vez y teniendo como telón de fondo los llantos de la bebé que Z. iba logrando calmar. Allí estaban los dos Joaquines, rodeados de sillitas. Lo primero que me llamó la atención fue la sonrisa de aquél Joaquín que no había abierto la boca ni una vez la otra mañana. Me senté en una de las sillitas y comenzamos a charlar jugando, pero más que nada, se podría decir a conocernos jugando. Un par de cuestiones me parecen ahora importantes en este tipo de diálogo nuevo para mí desde el punto de vista etnográfico. Primeramente, me doy cuenta de que opté/improvisé en utilizar el llanto de la chiquita que se encontraba en el otro espacio como disparador para una interacción con ellos, produciéndose por lo tanto un diálogo entre los tres que se desprendía de una experiencia que estábamos compartiendo en ese momento. Tanto en lo que hace a la posibilidad de tener una entrada y salida entre los sujetos (un diálogo) como en la calidad de dicho doble vínculo (buscar la apertura, utilizar un llanto bastante violento como una posibilidad de comunicación).
Sentado en un borde de la extensa mesa azul, contento con la hermosa sonrisa que me regalaba el más tímido de ellos, me percato de la posición de sus cuerpos y del juego que habían creado en esos momentos. Cada uno se encontraba rodeado de sillitas, uno con la espalda contra la pared y el otro usando como borde a la mesa. Estaban jugando a que tenían casas hechas con las sillitas. —¿Qué hacen encerrados? les dije en un primer momento. El Joaquín más extrovertido, que lucía una pícara sonrisa coronada por un gorro con visera, me dijo que estaban jugando... a qué, a las casas. Yo no puedo hacerme una con esto dije, señalando el coche del bebé que no paraba de llorar, la única cosa (el único objeto) que quedaba libre para hacerme mi casa. Nos reímos todos, especialmente el de los ojos grandes y brillantes, el cual se me iba mostrando más dispuesto de a poco, pero sin emitir una palabra hasta el momento. Según un diccionario común, brillo es un sustantivo equivalente a brillantez, que se refiere a una luz percibida por el ojo, y que procede de un punto luminoso o es reflejada por un objeto pulimentado; sensación de mayor o menor claridad que reflejan las superficies coloreadas. Y en la relación intersubjetiva es lo mismo, es literalmente eso desde el punto de vista etnográfico, desde la mirada antropológica. Bastante más inaccesible que el otro niño, pero también a la vez más atento, éste Joaquín se me presentaba como brillante, intensa y ricamente luminoso desde su interior pero por ello también imperceptible en sus colores, en sus rasgos que lo caracterizan como sujeto en particular.
Era evidente que el llanto de la chiquita, provocado por mi monstruosa apariencia para ella, nos tenía conmovidos a todos. Entre las sillitas ellos, planteé que la bebé lloraba porque le habían chocado mis lentes y barba. Así seguimos en interacción mezclando el juego de las sillitas con todo lo que se derivaba del llanto de la bebé, pasando de una cosa a la otra, o mejor dicho, haciendo todo a la vez.
Los llantos no paraban y eran fuente de asombro y conocimiento: hablamos sobre los lentes, la barba, de allí al cuerpo y la edad, de allí a cómo afeitarse... mientras los dos permanecían dentro de sus casas imaginarias, las ampliaban, las transformaban.

La pequeña bebé seguía asustada por mi voz y casi no podía hablar sin ser acompañado por un alarido. Así pasé a comunicarme solamente por señas, por mímicas, mientras mis dos amiguitos quedaban con la palabra en el aire. Fue allí cuando, después de unos minutos, el Joaquín tímido comenzó a hablarme, mientras yo me divertía haciendo muecas y comunicándome con gestos del rostro y las manos. —Páaa... decía el Joaquín de ojos brillantes frente a mis gestos y los llantos, mientras el otro Joaquín nos hacía reír muchísimo escondiendo sus ojos tras la visera de su gorro y nos asombraba con una mueca —A nosotros ya nos conoce... me dijo uno de ellos, esa era la explicación de porqué no lloraba con ellos y sí conmigo, un varón más grande que ellos. El juego de las casas seguía y en un momento me pareció que era incontrolables para mí. Es asombroso lo delgado del límite entre ellos y el mundo, lo permeable de los bordes de la subjetividad de los niños de esta edad. Las sillitas empezaron a moverse cada vez más rápido, el Joaquín más extrovertido se hacía desmayado, dejándose desparramar entre las sillitas una y otra vez mientras el Joaquín más introvertido no paraba de reír y alargar se casa como un chorizo. Se recompuso la situación con la presencia de la pelota, pero había que salir al patio. Z. propuso que jugáramos en el fondo y nos fuimos con la pelota grande.
Cuando nos encontrábamos afuera, me di cuenta de que era un momento para ellos de una recomposición lúdica, momento en el cual es necesario replantear los términos del juego, de crear un juego nuevo. Claro, el principal componente de una nueva instancia era la pelota. Entusiasmados y con muchas ganas de quemar calorías, mis dos amiguitos agarraban la pelota entre los brazos y la expulsaban al aire. En el espacio del fondo parece ser importantísimo para ellos la estructura de la parra como límite superior, como una gran altura lejana pero accesible claramente. Corrían bajo la parra tomando la pelota de vez en cuando y expulsándola hacia arriba al tiempo que me pedían que les mostrara cómo yo podía tocar las maderas de arriba. Queríamos jugar los tres juntos y yo no podía hacer lo mismo que ellos, correr tras la pelota, agarrarla con las manos y expulsarla para arriba. Me sentí en la necesidad de establecer una pautas, de demarcar las posibilidades del juego para hacerlo colectivo, para que la pelota circulara entre los tres, y más que nada, para que el juego fuera un vínculo entre nosotros tres. Cualquiera pensaría que esto es lo más normal, que los propios niños necesitaban de estas reglas para jugar... no lo sé, creo que sí fueron necesarias ciertas pautas (pegarle con el pie, pasarnos la pelota una a uno, tirar a un arco...) para que jugáramos los tres juntos; estoy seguro que ellos dos solos no se hubieran aburrido para nada sin mi presencia. Pero la cuestión es que practicaron el pegarle con el pie, y después de un rato empezaron a pegarle con toda voluntad y dirigiendo más el tiro, disfrutando de la posibilidad de poder hacer cosas nuevas con sus cuerpos y objetos. El Joaquín de ojos brillosos no había tomado con mucho entusiasmo la idea de pegarle con el pie a la pelota, aunque quería hacerlo, y alentándolo lo logró en un momento después. Se trataba de un simple juego de pelota, pero la situación en la que me encontraba me demandaba una actitud muy poco frecuente para mí hasta entonces: sin quererlo, necesariamente, tenía que poner reglas, enmarcar la acción compartida, y lo que lograba de ellos a cambio no era un sentimiento de frustración o sumisión (típico en las relaciones cotidianas de poder entre los adultos o donde se imponga una regla desde lo alto de una jerarquía) sino una intensificación del deseo en aquél espacio de juego, un mayor entusiasmo en lo que se estaba haciendo y un encausamiento de las acciones donde se conseguían herramientas nuevas, posibilidades nuevas de acción para ellos como para mí. Es decir, buscando que los propios niños construyeran su propia experiencia subjetiva, era necesario que les proporcionara ciertas herramientas mínimas: signos, significados, formas de aprehender el caos, poder asirlo entre las manos y manipular sus propias motivaciones, pero para crear, para establecer una situación continentada particular, un estar singular donde sintieran y experimentaran la posibilidad de poder hacer lo que querían hacer, un piso desde donde pararse, a la vez particular y grupal. —La rueda del tractor, la rueda del tractor... dijo el Joaquín de gorrita yendo directamente hacia esta que se encontraba en uno de los canteros verdes del fondo. —¿No jugamos más a la pelota entonces? reaccione yo, tratando de mantener en un cuerpo al acontecimiento que estábamos viviendo. Corría hacia su posición en el campo imaginario de juego y me pedía que se la pasara a él con todas las ganas de pegarle a la pelota, mientras me decía: —Sí, sí... te mostraba la rueda nada más.

"...El niño dice continuamente lo que hace o lo que trata de hacer: explorar unos medios, mediante trayectos dinámicos, y establecer el mapa correspondiente. Los mapas de trayectos son esenciales para la actividad psíquica... Una concepción cartográfica es muy distinta de la concepción arqueológica del psicoanálisis...
...los mapas se superponen de tal modo que cada cual encuentra un retoque en el siguiente, en vez de un origen en los anteriores: de un mapa a otro, no se trata de la búsqueda de un origen, sino de una evaluación de los desplazamientos. Cada mapa es una redistribución de callejones sin salida y de brechas, de umbrales y de cercados, que va necesariamente de abajo arriba...".
Deleuze, Lo que dicen los niños, en Crítica y clínica, pp. 89-92.


Estuvimos así hasta que me salí del juego cuando se disponían a almorzar, comprendiendo que los dos Joaquines, cada cual a su manera y en grupo, habían estado conociéndome, utilizándome como medio, recorriéndome y midiendo sus posibilidades con las mías al igual que yo lo había hecho con ellos. —¿Porqué no cerras acá?, me había preguntado entre pase y pase de pelota el que más hablaba de los dos, señalándome la puerta de entrada a la casona donde estaban todos los demás. Cerrala vos que estás más cerca le dije. —No... Z. no quiere que haga eso, me contestó con una sonrisita en la cara, dándome a entender que él estaba aprehendiéndome, estaba recorriéndome en mis propios límites como sujeto dentro de su mundo cotidiano de afectos y roles. ¿Cuál es pues la relación entre Z. y esta persona desconocida?, estaba pues mapeando la situación, localizando nuevas barreras y puertas.
Un conocimiento mutuo no es un re-conocimiento, sino una construcción sui géneris, nueva, donde cada uno recorre al otro en lo que hace a sus características subjetivas, y de esa forma los tres fuimos objeto y sujeto a la vez de nosotros mismos. Luego, cuando me fui del jardín, los dos Joaquines me saludaron de entre los demás niños que ya habían llegado en su totalidad, en pleno bochinche de diversión siguiendo así cada cual con sus exploraciones, sus trayectos de vida.


Fuentes

Deleuze, G. Lo que dicen los niños, en Crítica y clínica, Anagrama, Barcelona, 1997 [1993].
Guattari, F. Caosmosis, Manantial, Buenos Aires, 1996 [1992].
Velasco H. Díaz de Rada, A. La lógica de la investigación etnográfica. Un modelo de trabajo para etnógrafos de la escuela, Trotta, Madrid, 1997.

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