Práctica teórica en emergencia permanente: creación conceptual desde el ejercicio de la etnografía contemporánea




Álvarez Pedrosian, E. (2014) «Práctica teórica en emergencia permanente: creación conceptual desde el ejercicio de la etnografía contemporánea». Melogno, P. (comp.) Cambio conceptual y elección de teorías. Actas del II Coloquio de historia y filosofía de la ciencia. Instituto de Información, FIC-Udelar, Montevideo, pp. 273-299.


Práctica teórica en emergencia permanente:
creación conceptual desde el ejercicio
de la etnografía contemporánea


Eduardo Álvarez Pedrosian

Universidad de la República, Uruguay.
Sistema Nacional de Investigadores (SNI-ANII), Uruguay.
Correo: eduardo.alvarez@comunicacion.edu.uy





1 La teoría desde la “inversión del platonismo”

En este artículo intentaremos abordar la cuestión del cambio conceptual y la elección de teorías a partir de la noción de creación teórica, y lo haremos desde el punto de vista del oficio de investigación en el campo de las llamadas ciencias humanas y sociales, en especial desde lo que la etnografía como metodología integral de investigación ha ido planteando, consolidándose gracias a la producción epistemológica y filosófica más en general elaborada en las décadas recientes. Como veremos más adelante, la producción de conocimiento en las ciencias humanas y sociales posee características que la distinguen de las ciencias naturales, y a partir de sus aspiraciones y propósitos desde sus comienzos ha constituido un frente de problemáticas por demás complejas para la filosofía, desde la cual se ha experimentado algo así como una constante sustracción de áreas, dimensiones y sub-campos desgajados por aproximaciones que se planteaban como sostenidas en los hechos sin más. Nuestro propósito es plantear cómo desde el ejercicio de la etnografía contemporánea se puede pensar en una nueva forma de relacionamiento entre la ciencia y la filosofía, también entre estas y el arte, que aspira a una creatividad y pluralismo beneficio para todas las formas de pensamiento consideradas (Álvarez Pedrosian, 2011b).
Pero debemos comenzar con la propia noción de teoría que está en juego aquí. Desde nuestro punto de vista, para poder comprender los alcances y proyecciones epistemológicas que tienen la cuestión del cambio teórico y la creación conceptual, hace falta desplegar una gnoseología que se posicione más allá de la clásica metafísica de los dos mundos, afirmada desde el platonismo y retomada en diferentes formas de racionalismos y empirismos dogmáticos, y que ha constituido la imagen de la ciencia a partir de la consolidación de la misma y la posterior adopción de sus modelos por las primeras ciencias humanas y sociales, las fundacionales durante el siglo XIX y las de buena parte del XX. Inclusive posiciones rivales que han intentado superar esta suerte de esquizofrenia tan occidental entre un universo ideacional por un lado, y otro de sensaciones y percepciones por el otro, han vuelto a recalar en tal esquema. Ciertamente, distinguir entre las ideas y las otras fuentes de conocimiento o aprehensión más en general de aquello que nos rodea, llamado mundo, universo, o más prosaicamente contexto, es de gran relevancia. La diferencia entre lo abstracto y lo concreto es fundamental para comprender cómo conocemos, para conocer cómo conocemos. Pero no se trata de dos dimensiones yuxtapuestas y excluyentes, y menos de una proyección de una sobre la otra. Esto es especialmente delicado cuando, además, se desvalorizan las prácticas, lo experiencial, en pos del valor absoluto de lo que pase por las mentes de cierto tipo de subjetividades. Y es que la misma distinción entre objeto y sujeto, fundante de la modernidad y la occidentalidad en tal sentido desde el racionalismo cartesiano y el empirismo baconiano, si bien nos ha dado muchas posibilidades también ha derivado en aporías y en el peor de los casos en dogmatismos y simplificaciones por demás nocivas.
En tal sentido, y así parece manifestarse en variadas propuestas filosóficas tanto analíticas como continentales en el devenir del último siglo, ganamos mucho si intentamos concebir a la teoría como el producto de una práctica, con sus propias cualidades por supuesto, que la hacen diferente a otras. La práctica teórica es una práctica que se posiciona entre las otras prácticas cotidianas, mundanas, inmanentes, y que gracias a la trascendencia en tanto forma de inferencia, intenta ir más allá, articulando entre las prácticas a las mismas, en busca de síntesis y aperturas que las ponen en crisis. Una práctica entre las prácticas, que además habilita la dimensión meta potencialmente ilimitada. La práctica teórica como proceso, además genera un producto característico, la teoría, que no deja de ser parte de dicho proceso y se entiende según este (Álvarez Pedrosian, 2005).
            Siguiendo la tesis principal de Sáez Rueda (2002) sobre la historia reciente y estado actual de nuestra filosofía, las tradiciones analítica y continental poseen una semejanza de estructura al mismo tiempo que un hiato ontológico. Lo compartido es este horizonte experiencial, podríamos decir, a partir de una misma génesis idealista que es tomada de base pero para ser cuestionada: en el caso analítico lo podemos ver en Frege, y en el continental en Husserl. Una “naturalización del significado”, y una “mundanización del sentido” respectivamente, han marcado las derivas de ambas tradiciones hacia un horizonte común que pone en lo “factual” y en el “acontecimiento” respectivamente la carga principal. Las ciencias humanas y sociales se encuentran inmersas en esta deriva, y poseen teorías más afines a una y otra tradición.


2 La “filosofía abierta del científico”

            De esta forma, las relaciones entre teoría, método y técnica tampoco pueden plantearse de forma lineal, como si se tratase de dimensiones paralelas de actuación o ejercicio de la práctica cognoscente. Esto ha sido planteado desde diversas posturas epistemológicas de variadas maneras, pero en todas ellas se acuerda en la necesidad de no caer en un instrumentalismo donde los artefactos (tanto materiales como ideacionales) determinen en sí mismos los destinos de una cosmovisión, y lo mismo a la inversa. Más que preeminencias, de aislamientos que congelen y cierren sobre sí a las configuraciones explicativas, los dispositivos procedimentales y las herramientas concretas de aplicación, estas tres dimensiones se incluyen mutuamente, en implicancias recursivas o pliegues donde se determinan unas a las otras en ambas direcciones.
Esta es una de las consecuencias de pensar las teorías entre las prácticas, con su cualidad de buscar trascender lo inmanente gracias a articular, abrir y poner en crisis lo dado. Así podemos analizar, por ejemplo, la propuesta de Foucault y Deleuze (1994) de considerar la teoría como una “caja de herramientas”, poniendo en juego al matema del cálculo diferencial (Álvarez Pedrosian, 2008), el que aparece asociado a la misma noción de pliegue y la forma de concebir al continuum como una entidad cavernosa en el contexto barroco con Leibniz (Deleuze, 1998). Y así también podemos considerar lo más fermental de la reflexividad como perspectiva epistemológica y gnoseológica, con sus movimientos recursivos y puesta en crisis de lo dado en busca de las condiciones y determinaciones que subyacen en cualquier situación concreta tomada como lo dado. De Descartes a Leibniz se pasa como de lo lineal a lo curvo, de lo isomorfo a lo laberíntico. Igualmente, un requisito para la constitución del conocimiento científico parece venir dado por esta relación de derivación entre las tres dimensiones en cuestión, las que llamamos como técnicas, métodos y teorías, pero sin dejar de tener presente que tal distinción es relativa a los otros elementos y sus relaciones. El cambio conceptual puede tener mayor intensidad en determinado estatus, pero si se logra efectivamente asentar habrá involucrado a los otros, de arriba abajo y de abajo hacia arriba (hacia las derivaciones y hacia las integraciones), asegurando lo que Latour (2001) denominará “referencia circulante” en el contexto de su análisis de la consistencia de lo objetivo gracias a una dinámica representacional analizada etnográficamente (el ejemplo del trabajo de los edafólogos en la selva amazónica).
Si bien pueden combinarse técnicas y métodos, la teoría consecuente con ello (tanto a priori implicada en dichas dimensiones, como la resultante del ejercicio cognoscente puesto en práctica) también será igual de ecléctica y heterogénea. Como en una función compleja que pasa por diversos dominios, la composición tendrá zonas y aspectos diferentes pero donde reflexivamente debe ajustarse el vínculo entre los conceptos, los procedimientos y el instrumental concreto si queremos obtener una consistencia que asegure el efecto de verdad perseguido por el trabajo científico, la referencialidad, más allá de que no deja de ser contextual, fáctica o acontecimental, para utilizar diversos términos según la tradición filosófica considerada. Es, si se quiere, la forma de ir y venir de lo abstracto a lo concreto, lo que en los términos del análisis de Latour mencionado se enuncia como “forma” y “sustancia” respectivamente. De allí el título de esta sección, que nos remite al racionalismo aplicado de Bachelard (1993), donde el camino de lo concreto a lo abstracto marca la dinámica de creación teórica de una ciencia que integra y supera al empirismo y al racionalismo. Pero a diferencia de una sola vía, consideramos que desde el extrañamiento etnográfico hay que trabajar en ambas direcciones (Álvarez Pedrosian, 2011b).

“Las ciencias no hablan del mundo sino que más bien construyen representaciones que parecen alejarlo siempre, aunque también lo aproximan hasta un primer plano. Mis amigos quieren descubrir si la selva avanza o retrocede, y yo quiero saber cómo es posible que las ciencias sean simultáneamente realistas y constructivistas, inmediatas e intermedias, seguras y frágiles, próximas y lejanas” (Latour, 2001: 44-45).

            De uno al otro extremo de estas cadenas de recursividades, lo que circula es la experiencia. No nos referimos a una experiencia primordial que sería el único alimento de algo así como máquina lógica de operaciones formales. Este ha sido, ciertamente, el planteo de algunas posiciones al respecto. Por el contrario, consideramos que la experiencia es indisociable de su aprehensión, de lo contrario estaríamos volviendo al idealismo anteriormente descrito. La experiencia es ya configuración, la práctica es ya teórica, y esta es una cuestión que Kant puse en consideración y que ha marcado la forma de pensarnos desde entonces. Además, y esto no es para nada menor, el mismo procesamiento, la propia serie de inferencias y operaciones de análisis y síntesis, elaboración de ideas de variada índole y demás, la puesta en uso concreto de tal o cual técnica, constituye una experiencia también. En los términos del empirismo de Hume, aquél que sacó de su “sueño dogmático” al filósofo que inaugura la era de la crítica, existen primeramente impresiones sensibles y luego de reflexión, las que a su vez generan nuevas impresiones y gracias a las cuales podemos pensar en la existencia de un sujeto (Deleuze, 2002: 125). Este pensamiento del sintético a priori con “categorías cambiantes” al decir de Kuhn (2002: 310), de la existencia de un “a priori histórico” en los términos de Foucault (2002), de la existencia de condiciones pero que “nunca son más generales que lo condicionado, y tienen valor por su propia singularidad histórica” según Deleuze (1987: 148), nos ubica cultural y epistemológicamente en el contexto de los dilemas modernos y contemporáneos de nuestra civilización y sus ontologías.


3 Ontologías occidentales

“La “tradición continental” se conforma como un trayecto de mundanización del sentido; la “analítica” como un proyecto de naturalización del significado. Y el elemento ontológico heterogéneo podría sintetizarse así: en el primer caso, la ontología reconoce en la textura de lo real una dimensión dinámica o energética que el término “fenómeno” hereda de su origen griego. Es la dimensión del mostrarse o ser-constituido el sentido, algo distinto a la dimensión, digamos, no vertical sino horizontal, de lo constituido o lo mostrado. […] Frente a una ontología del acontecimiento –que versa siempre sobre un elemento irrepresentable–, la concepción analítica propende a comprender lo real como un espacio entitativo designable o reconstruible en descripciones y explicaciones legaliformes. Vinculamos el nombre de factualidad a esta ontología e intentamos escapar con ello a un sentido reductivista, que se limite a incorporar la comprensión verificacionista o cientista más radical. Lo factual es, en su sentido más amplio, lo que es susceptible de ser representado, lo que, en términos wittgensteinianos “puede ser dicho”, frente a lo que sólo “se muestra”.” (Sáez Rueda, 2002: 17-18).

Desde estas dos tradiciones se han generado diversos trayectos, y en relación a nuestro tema principal, en ambos casos podemos encontrarnos con posiciones tanto conservadoras como rupturistas, más asociadas a la ortodoxia como a la heterodoxia, con sus respectivas estrategias en el campo académico (Bourdieu, 1999). De todas las combinaciones posibles, consideramos que la etnografía contemporánea presente una síntesis posible que es de gran potencial para el desarrollo de la misma y de las ciencias humanas y sociales en general, afectando a otros campos y áreas de conocimientos y saberes muy vastos. Y es que después de aquél principio idealista, y del siguiente giro lingüístico donde las mediaciones (y en especial las privilegiadas por el logos) pasan a ser las protagonistas, tanto con Wittgenstein como con Heidegger para cada caso, se va haciendo necesario salirse, a su vez, de las limitaciones y constreñimientos del lenguaje, para conectarse por fin con aquello que merece ser abordado, conocido y pensado.
La etnografía, surgida como instancia de observación empírica dentro del esquema dualista de tipo idealista, sobre la matriz del positivismo fundacional de las ciencias humanas y sociales, fue mostrando que era mucho más que una forma de recolectar datos. El hecho de tratarse de una estrategia de investigación centrada en la experiencia de un sujeto cognoscente, hizo que desde el comienzo se tomaran en cuenta cuestiones que apuntaban a la crítica y reflexión de la labor epistemológica presentes en el propio ejercicio científico. En el contexto anglosajón de principios del siglo XX, cuando Malinowski (1986) sintetiza lo que se convertirá en el paradigma de la investigación etnográfica moderna, el “estar-ahí”, las formas de relacionamiento o “dialógica”, la experiencia en definitiva de este sujeto y su relación con las objetivaciones que crea en relación a las formas de vida de aquellos otros estudiados, se presenta como problemática en sí misma. De todas formas Malinowski y la escuela funcionalista intentará dar una respuesta satisfactoria en términos instrumentales, generando pautas y reglas de un método al estilo cartesiano, más o menos estandarizado. Y es que ambas cuestiones vienen juntas: la apertura de una nueva forma de construir conocimiento –el cambio meta-conceptual podríamos decir (Friedman en Nabia, 2013)– y su articulación con las otras formas ya existentes, legitimadas y reconocibles en tal contexto.

“Malinowski aprobaba el empirismo de Wunt [psicólogo experimental], pero se resistía a aceptar la mentalidad colectiva conexa a su perspectiva historicista […] buscó una teoría de conjunto que de algún modo pudiera combinar la base materialista del evolucionismo decimonónico con la atribución de libre arbitrio a los individuos. Mi tesis es que Malinowski encontró esta teoría de conjunto en el pragmatismo de William James.” (Leach, 1997: 293).

Como bien señala Leach (1997), detrás de la teoría de las funciones y su empirismo conductual, que serviría de ordenador para elaborar las explicaciones, se encontraba el pragmatismo, en particular en la versión primera de James y Peirce, los contemporáneos a esta etnografía que levantaba vuelo. Ciertamente, en lo relativo a las prácticas y las funciones biológicas, Mach puede haber sido más directamente asociable a Malinowski, sin necesidad de especular con James, tal como lo plantea Gellner (1998: 129). Pero creemos que el asunto es más de fondo. Quizás las consecuencias filosóficas que esto tendría si fuera cabalmente puesto en conexión con las indagaciones científicas no fueron exploradas, en un momento además donde la relación entre filosofía y ciencia no era para nada propicia. De forma cuasi subterránea, el pragmatismo de la primera hora anidó en la etnografía, y las diversas transformaciones por las que atravesara a lo largo de la segunda mitad del siglo XX no hicieron más que exigir su puesta al descubierto, su explicitación y encuentro cara a cara para potenciar sus implicancias. Las escuelas y programas de investigación norteamericanos principalmente y aquellos afectados por los mismos, se vieron especialmente proclives a llevar a cabo esto. Como recuerda Latour (2008: 160), ya Durkheim había catalogado a este pragmatismo como una verdadera amenaza, no solo a la ciencia social francesa, sino a los propios intereses nacionales, literalmente. Pero el desarrollo de la tradición filosófica continental iría poniendo fuertemente en crisis las diferentes posturas de tipo realista, podríamos decir, tanto en su versión positivista como racionalista más sofisticada, como fue el caso del estructuralismo ya llegados a la segunda mitad del siglo XX.
El estructuralismo, como movimiento intelectual vasto y extendido a todo el espacio epistemológico de las ciencias humanas y sociales, tuvo en la llamada etnología, y por tanto en la etnografía, un ámbito privilegiado. El tercer movimiento de la episteme moderna correspondiente a esta tradición antes descrito, el que va a intentar ir más allá del lenguaje, una vez es asumido como un tipo de mediación constitutiva del conocimiento y el pensamiento y no como simple instrumento transparente, puede verse como el correspondiente a la aparición de lo que se denomina pos-estructuralismo, bajo los nombres de pensadores como Foucault, Deleuze, Guattari o Derrida. En otro lugar hemos caracterizado el trabajo de los tres primeros como la apuesta por un “pensamiento del afuera” (Álvarez Pedrosian, 2011a), siguiendo un término del propio Foucault para analizar la obra de Blanchot. El caso de Deleuze es para nosotros el más sobresaliente en tal sentido: inserto en el contexto dominado por entonces por el estructuralismo, el marxismo y el existencialismo, buscaría desde sus primeros trabajos salir al encuentro de elementos de la historia de la filosofía de una manera renovada, como fue el caso temprano de Hume (Deleuze, 2002).
Igualmente, en un primer momento, es la hermenéutica de Ricoeur la que aparece como propuesta adecuada a la luz de la antropología norteamericana para hacer la síntesis de tradiciones a la luz de un horizonte epistemológico común. Geertz (1996a) elaboró, en tal sentido, lo que puede considerarse como el último intento de esbozar un programa de investigación, en el sentido de Lakatos, para las ciencias humanas y sociales, y lo hizo en base a la etnografía en tanto que “descripción densa” (“thick description”) a partir de la noción de Ryle, y fundamentándola en la hermenéutica de Ricoeur, aquella que intentaba aunar las perspectivas del estructuralismo (con su psicoanálisis implícito) y de la fenomenología-hermenéutica de corte existencial, con los aportes de Heidegger y Gadamer, trayendo toda la tradición del pensamiento alemán sobre la subjetividad. En las ciencias humanas y sociales ya se contaba con la tradición weberiana, que tenía sus fuentes en ese pensamiento idealista del romanticismo alemán, con elementos críticos y sus ajustes del neo-kantismo de Rickert y Windelband y la hermenéutica que por aquellos finales del siglo XIX alcanzaba por fin un estatus epistemológico gracias a Dilthey y sus “ciencias del espíritu”, en el marco del historicismo que hacía frente al positivismo triunfante. Geertz también lo considera parte de su postura interpretativa, aunando a Ricoeur con Weber y sumándole finalmente la semiótica de Peirce, lo que implica al pragmatismo antes referido. A ello, además, lo enriquece con la deriva del segundo Wittgenstein y sus “juegos del lenguaje”, lo que para muchos otros constituye un escenario por demás propicio para la alianza entre hermenéutica y filosofía del lenguaje, entre la tradición continental y la analítica, ya de cara a las últimas décadas del siglo pasado.


4 Síntesis etnográfica y vector epistemológico

La generación posterior al interpretativismo geertizano, será la catalogada como de posmoderna (Clifford y Marcus, 1991). Algunos de sus principales exponentes luego buscarán, en el mejor de casos, conducir a la etnografía a nuevos escenarios desde la crítica a la teoría de la interpretación y la retórica estructural, en diálogo directo con los pensadores de la tradición continental que también tomaron distancia de estas perspectivas por entonces, como es el caso de Foucault (Dreyfus y Rabinow, 1988). Ciertamente, han existido otras vías donde el pragmatismo ha derivado en teorías por demás fermentales en el campo de las ciencias humanas y sociales, ya desde los primeros años del siglo XX en la Escuela de Chicago, dando lugar luego al interaccionismo simbólico. En este contexto psico-sociológico, la recepción de la fenomenología husserliana se dio a través de Schütz. Luego Garfinkel acuñará el término etnometodología para designar su perspectiva específica. Las afinidades entre las tres vertientes generan fusiones y solapamientos por demás complejos, como el construccionismo social de Berger y Luckmann (2001).
            En otro lado hemos profundizado en detalle sobre las diversas perspectivas que se anudan en aquellas propuestas más sofisticadas en el panorama de la etnografía contemporánea (Álvarez Pedrosian, 2011b). Para nuestros actuales intereses conviene traer a colación el hecho de que se trata de un eclecticismo epistemológico por demás desafiante. Desde el punto de vista de la investigación científica de los fenómenos humanos, la necesidad es la de generar herramientas que viabilicen la búsqueda de significados y sentidos para la comprensión y explicación más en general de lo que se intenta conocer. En tal sentido, conviven todas estas derivas, por supuesto a veces de forma más elaborada, otras con hiatos y discontinuidades que dificultan el dinamismo de los programas y trayectos investigativos.
En el mejor de los casos, digamos, podemos pensar en una composición como la siguiente: sobre una base pragmatista, donde las prácticas en sí mismas constituyen el campo de inmanencia, se elaboran análisis considerando aquél fondo abierto de la tradición continental, aquél “desfondamiento del sujeto” provocado por las tendencias más características de la modernidad en dicha tradición, como una fuente inagotable de creación y recreación de formas de ser, a su vez siempre a partir de prácticas, lo que denominamos procesos de subjetivación. Esto mismo es considerado como un tipo de materialismo, no sostenido en una metafísica fisicalista, sino en una micropolítica donde las relaciones de fuerza son una dimensión constitutiva de las dinámicas subjetivantes. Es así que se despliegan los actuales ámbitos inter, trans e ind-disciplinados (como gustan denominarlo algunos investigadores) en torno a temáticas y áreas de actuación, como queriendo dejar al descubierto la insatisfacción por las miradas disciplinarias que seccionan los fenómenos relativos al ser de lo humano: estudios de la ciencia, urbanos, de género, pos-coloniales, y especialmente los llamados estudios culturales. Sus relaciones con las viejas ciencias humanas y sociales no son para nada sencillas, más bien todo lo contrario, al poner el tensión las estructuras disciplinares aún existentes (Jameson, 1998).
            Esta deriva no hace más que hacer fe de las conmociones ontológicas producidas desde el segundo Wittgenstein y Heidegger en cada una de las tradiciones del pensamiento occidental, afectando a las ciencias humanas y sociales inevitablemente. Para estas, la relación con la filosofía, las ciencias naturales y las artes es particularmente importante desde un punto de vista epistemológico, decisiva podríamos decir para la legitimidad y consistencia de los conocimientos que se puedan generar y sus usos. Si bien aún permanece en gran medida el gesto positivista de una suerte de anti-filosofía, y del otro lado la reacción anti-ciencias humanas y sociales, los senderos interesantes son aquellos constituidos por las búsquedas de diálogos fructíferos donde se potencian el conocimiento y el pensamiento entre sí, así como la aprehensión estética y la creación de mundo. Es, nuevamente, la etnografía, una de las principales líneas de avance en tal dirección.


5 Creatividad y experiencia

“Uno parece obligado a elegir entre la imagen de un elefante que descansa sobre una tortuga (¿qué sostiene a la tortuga?) y la imagen de una gran serpiente del conocimiento hegeliana con la cola dentro de la boca (¿dónde comienza?). Ninguna de las dos cosas me basta.” (Sellars en Haack, 1997: 25)

            Nuestro tema principal es el cambio conceptual y la elección de teorías en tal contexto, lo que abordamos desde la noción de creación teórica, pues “cambio” y “elección” pueden resultar un poco limitados para lo que nos interesa particularmente plantear. Debemos, por tanto, problematizar dichas cuestiones en lo que constituye el meollo o nodo gordiano de la etnografía contemporánea desde sus sustratos epistemológicos y ontológicos: aquella vocación pragmatista y experimental conjugada con lo que podríamos sintetizar como la filosofía pos-kantiana de las multiplicidades. Podemos emblemáticamente considerar las filosofías de James y de Nietzsche como las más representativas de ambas derivas. En los dos casos, la cuestión de la permanencia y la transformación, de la adecuación y puesta en diálogo entre el mundo que va más allá de las ideas y la conformación de estas, es un asunto de primer orden.
Existen otras experiencias más recientes que han buceado en las mismas aguas, por supuesto, y el caso de Benjamin es quizás el más significativo, aunque volcado totalmente hacia una de las tradiciones, la continental correspondiente a su contexto cultural, a lo que se suma o profundiza con la articulación de tradiciones aún más milenarias de procedencia judía, en una tensión entre marxismo y mística por demás explosiva. No es, por tanto, de desdeñar, el hecho de que Benjamin sea, desde hace unas cuantas décadas, una referencia filosófica ineludible en la antropología y la etnografía contemporánea. En tal sentido, Taussig (1995) sustenta su teoría sobre esta base, lo que denomina el “mundo humano”, y que aquí podemos identificar con la dimensión ontológica de producción de subjetividad, aquél trasfondo más allá de la representación que caracteriza a la ontología continental según Sáez Rueda (2002), como un sistema en emergencia permanente. Benjamin había usado esta imagen bastante nietzscheana de la emergencia, categoría fundamental de su genealogía y retomada en tal sentido por Foucault (1994) mucho más acá en el tiempo, pero para dar cuenta de los avatares de la historia, su heterogénesis y más que nada su precariedad, en el sentido en que Marx catalogaba a la modernidad como aquella época donde todo lo sólido se desvanece en el aire.

“[…] en estado de sitio el orden se congela, aunque el desorden bulle bajo la superficie. Como un enorme manantial lentamente comprimido y listo para estallar en cualquier momento, una tensión enorme yace quieta bajo la superficie. El tiempo se paraliza, como el tic-tac de una bomba de tiempo y, si extrajéramos todas consecuencias del mensaje de Benjamin, que el estado de sitio no es la excepción sino la regla, entonces nos veríamos obligados a repensar nuestras nociones de orden, de centro y de base y también de certeza, pues todo esto emerge como imágenes oníricas en estado de sitio, ilusiones desilusionadas y sin esperanza de un intelecto que intenta encontrar la paz en un mundo cuya tensa movilidad no autoriza descanso alguno dentro del nerviosismo del sistema nervioso. Todo nuestro sistema de representaciones está bajo estado de sitio. ¿Podía acaso ser de otra manera? [...] considero que esto coloca a la escritura en un plano radicalmente diferente de lo concebido hasta ahora. Requiere una comprensión de la representación como contigua a lo representado y no suspendida por encima y distante de lo representado. Esto es lo que Adorno consideraba la idea programática de Hegel: que el saber es entregarse al fenómeno, más que razonarlo desde arriba.” (Taussig, 1995: 23-24).

Ciertamente, nos volvemos a encontrar, por tanto, con aquél fondo más allá en principio de lo pensable, pura energía creadora, donadora de sentido. Ahora bien, cuando ya no se puede asegurar la existencia de un conjunto limitado y estable de reglas que operan estructurando horizontalmente lo que emerge verticalmente de allí, como fue el caso del estructuralismo en sus momentos más atado a la lingüística estructural y la semiología derivada de esta (Sáez Rueda, 2002: 414), cobra todo su sentido la noción de Nietzsche del devenir como azar e intempestividad selectivamente en perpetuo retorno. El cambio parece ser la regla por excelencia, el hecho de que nada permanece, de que todo tarde o temprano se trasforma, tanto en lo relativo a los universos existenciales como a las formas de conocerlos, lo cual debe hacerse, recordémoslo, de tal forma que no ahogue esta fuente de creación en emergencia permanente, pues de lo contrario el conocimiento y el pensamiento se convertirían en operaciones de cosificación, la historia (monumental o de anticuario) una reificación de lo vital empobrecido y en última instancia anulado (Nietzsche, 2006).
            En un sentido, la propia distinción entre permanencia y cambio encierra una visión que no logra dar cuenta del devenir. En la tradición continental, luego de Nietzsche y su hincapié en la interpretación, y pasando por la fenomenología de Husserl y su mundo de la vida significativamente constituido en base al trasfondo de vivencias pre-reflexivas, será a partir de Heidegger que esto cobra relevancia para la contemporaneidad, y encontramos en Gadamer la forma más sofisticada de abordaje del asunto (Cruz, 2002). Foucault o Deleuze, cada cual por su parte, rencontrarán en Nietzsche los elementos fundamentales para tal operación, aunque para el primero la influencia de Heidegger es explícitamente aceptada con las connotaciones negativas que aún persisten sobre su obra. La lectura deleuziana del análisis del pensamiento del eterno retorno nietzscheano pone el énfasis en el devenir como mutación: “[…] pensamiento de lo absolutamente diferente que reclama un principio nuevo fuera de la ciencia. […] el de la reproducción de lo diverso como tal, el de la repetición de la diferencia […] no es lo mismo o lo uno que retornan, sino que el propio retorno es lo uno que se dice únicamente de lo diverso y de lo que difiere.” (Deleuze, 1986: 69). Con esto se asegura la existencia de un universo en constante transformación, y el cambio conceptual es parte consustancial de este, como productor derivado de su aprehensión y como componente inmerso directamente en él.
            Allí es donde se pueden tender los puentes con la tradición analítica, en aquella perspectiva que se sostiene en la existencia de un “universo pluralista” (James, 2009), según prácticas radicalmente irreductibles a su facticidad. Si en el caso continental, nos encontrábamos con el devenir y la contingencia produciendo formas de ser desde aquél fondo que no es otra cosa que el Afuera, y el acontecimiento constituye el acto de creación y donador de sentido y existencia, desde esta otra vía, aquél sustrato de hechos también se muestra abierto en su propia contextura, y las causas y fuerzas que determinan las elecciones y terminan por configurar la realidad operan también más allá de normas lógicas ajenas a la experiencia. Las derivas del pragmatismo, posteriores a los primeros planteos de James y Peirce, han dado lugar a diferentes versiones, algunas como decíamos muy conservadoras a pesar de su origen. Si la intencionalidad fue la bandera de la fenomenología, la utilidad parecía ser la del pragmatismo, y por ello fue atacado fuertemente como inconsistente a lo largo del último siglo, ya desde las primeras acusaciones efectuadas por Russell entorno a la fuerza de la creencia, sea esta cual sea, como principal elemento a considerar.

“[…] bajo el principio de ir por detrás de la función conceptual en su conjunto y de buscar la verdadera forma de la realidad en el más primitivo flujo de la vida sensorial, un camino está abierto para nosotros. No sólo lo absoluto es su propio otro, sino que los pedazos más simples de experiencia inmediata son sus propios otros, si esa frase hegeliana fuera admitida de una buena vez. Los pulsos concretos de la experiencia […] chocan unos contra otros y parecen interpenetrarse. Es difícil discernir lo que es en ellos relación y lo que es materia relacionada […] El sentimiento más minúsculo que podamos tener llega con una parte anterior y una posterior y con un sentido de su procesión continua […] el momento “que pasa” es el hecho mínimo, con la “aparición de la diferencia” tanto dentro suyo como fuera […] Descubrimos esta vida como algo siempre desequilibrado, algo en transición […] En el mismísimo medio de la continuidad nuestra experiencia llega como una alteración.” (James, 2009: 176-177).

            Algunos analistas han catalogado a los planteos de Deleuze, Guattari y Foucault principalmente como de un “pensamiento de la diferencia” (Cruz, 2002). Efectivamente, el que denominamos “pensamiento del afuera” pone la cuestión de la identidad como heterogeneidad sobre la mesa, y lo hace haciendo estallar la estructura, aplicándole la crítica nietzscheana de los valores (crítica de la crítica), encontrando en lo ético-estético el corazón de las prácticas constitutivas de los procesos de subjetivación (Álvarez Pedrosian, 2011a; 2014). Considerar a la vida de ese ser “demasiado humano”, “como obra de arte”, implica bajarlo del pedestal trascendente y liberarlo al devenir de las transmutaciones (Nietzsche, 1995). Ahora bien, el fragmento precedente de James, de principios del siglo XX, tiene más resonancias con ello de lo que puede pensarse en una primera instancia, y como argumentamos, da cuenta de una concepción que solapada, conformó el sustrato epistemológico de la investigación etnográfica principalmente, en el entendido en que se fundamenta en el conocimiento de lo humano a partir de la experimentación de un sujeto cognoscente entre las diferencias, encontrando la diferencia dentro de sí, al descentrar su yo y abrirse al afuera, a todo aquello que mezcla el ser y el no-ser en su sí-mismo. Se trata de una condición previa a la experimentación del trabajo de campo, pero más que nada provocada explícitamente en él, y analizada reflexivamente en tanto reconstrucción racional durante el proceso investigativo en su integralidad.
La experiencia es en sí diferencia, el continuum de sensaciones y emociones que constituyen lo vital no es otra cosa que un universo de entidades heterogéneas diferenciadas y diferenciantes, que hacen a su vez diversos tipos de síntesis parciales conformando la identidad, siempre plural. Interesante es la apelación a Hegel que realiza allí James, como encontrando al Nietzsche que a pesar de sus duras disputas con la dialéctica puede rastrearse desde allí; semejante a la apelación que también realiza Feyerabend (1994) cuando retoma la noción de proliferación del empirismo de Mill. Nada más cercano a la forma en que Vaz Ferreira considera al propio James en su misma época, en el contexto uruguayo de entonces. Cuando realiza su famosa metáfora del témpano de hielo para establecer un tipo de relación entre ciencia y filosofía no dicotómica y excluyente, donde “la ciencia es metafísica solidificada” (Vaz Ferreira, 1957: 122), toma en cuenta que aquello que es filosófico, problematicidad abierta, contingencia abordada desde el saber más allá de las respuestas aunque sean provisorias, está tanto en lo que rodea como en lo que constituye en su interior a la primera: es el agua que circunda y conforma al hielo, en tanto cambio de estado de una creencia una vez que se pone en suspenso la duda y se trabaja sobre una base determinada. La experiencia es desacelerada, el caos de lo ilimitado y azaroso controlado, gracias al establecimiento de parámetros, rangos y órdenes que ofician de marcos, planos de coordenadas desde las cuales figurar y geometrizar los fenómenos.
El pragmatismo, ciertamente, es un tipo de filosofía que no todos califican como de analítica, en el entendido en que surge en el contexto americano, y en tal sentido escapa un poco a ambas tradiciones, planteándose como una alternativa ante los mismos problemas milenarios, como el propio James definía a su filosofía (James, 2000):

“Esta génesis histórica […] marcará tres de sus rasgos básicos. El primero es su formación y desarrollo en diálogo crítico con la filosofía europea moderna: el idealismo alemán, el empirismo inglés y el racionalismo cartesiano francés con su raíz platónica. El segundo es su orientación preferentemente práctica, hacia una ética y una política democráticas, que contrasta con el teoreticismo autoritario (simbolizado en el Filósofo Rey) de la filosofía europea, surgida y desarrollada mayormente en sociedades predemocráticas. En tercer lugar, la sustitución del determinismo ético que subyace a la filosofía cristiano-hegeliana de la historia, por el indeterminismo del azar que produce mutaciones biológicas en la teoría darwinista de la evolución, que cristaliza en la contingencia del pluralismo democrático.” (Bello Reguera, 2001: 78).

El significado de lo experiencial, de aquella facticidad que caracteriza una sensibilidad, actitud y talante de una forma de pensar, requiere mayores precisiones. Como sugiere Lapoujade (2002), el devenir del mismo James lo lleva de aquél pragmatismo genérico a una postura que bautizó como “empirismo radical”, donde es más evidente la conexión con el pensamiento deleuziano: “‘Cuando la inmanencia ya no es inmanente más que a sí misma, se puede hablar de un plano de inmanencia. Un tal plano es quizá un empirismo radical’. El empirismo radical, en consecuencia, sería esta operación que consiste en liberar la inmanencia, devolverla a su propio movimiento […]” (Lapoujade, 2002: 113). ¿Qué sentido tiene hurgar por detrás del pragmatismo para encontrar un tipo de empirismo radical? Diríamos que se trata de hacer de la inmanencia la instancia por excelencia del ser, en tanto devenir, y del pensamiento sea del tipo que sea (creencias en general, las filosóficas, las científicas, las estéticas). En la tradición continental se había arribado a fuertes tendencias idealistas, donde la trascendencia marcaba la preeminencia en tal sentido, y la fenomenología husserliana, si bien se sostiene en la experiencia, lo hace desde una vivencia que no deja de estar abstractamente configurada, en tanto “experiencia originaria”, estandarizada.
El último trabajo de Deleuze, La inmanencia: una vida (2002) [1995], corre por esta vía: detrás de la trascendencia la inmanencia, y detrás de esta la vida. Incluso llega a reconocer esta deriva en los propios Husserl y Sartre, a la par que nos remite vía Lapoujade finalmente a James, encontrando en la conciencia como flujo intensivo aquella inmanencia de puras prácticas. Esta preocupación está presente desde las primeras aproximaciones a Spinoza y a Nietzsche poniéndolos en diálogo con Hume: “El empirismo no es, en modo alguno, una reacción contra los conceptos, ni una mera apelación a la existencia vivida. Lleva, por el contrario, a efecto la más enloquecida creación de conceptos de que se haya tenido noticia. […] Siguiendo a Nietzsche [...] la filosofía no es ni filosofía de la historia, ni filosofía de lo eterno, sino intempestividad...” (Deleuze, 1988: 33-34).


6 Grados y estados de transformación

El destino contemporáneo de aquello que se denomina neo-pragmatismo, por ejemplo, choca en muchos sentidos con todo esto. No es casual, que sea el mismo Geertz (1996a), quien en el contexto de la antropología norteamericana recurra a la semiótica pragmática de Peirce, a la sociología comprensiva de Weber, a la pragmática del lenguaje del segundo Wittgenstein, a la hermenéutica francesa de Ricoeur, pero ataque a Rorty justamente en su forma de concebir la diversidad, tanto ética como epistemológicamente. Distanciándose del estructuralismo de Lévi-Strauss y de este neo-pragmatismo de Rorty, intenta encontrar en la etnografía una finalidad formativa, no sólo en el campo científico, sino en el social más en extenso. Aprender del otro, reconocer la otredad en nuestro propio seno, animarnos a crear nuevas configuraciones culturales y subjetivas en aquellos abismos que se abren entre las diferencias, es mucho más que tolerar convivir con ellas, mientras seguimos centrados en nuestro etnos.

“Los usos de la diversidad cultural, de su estudio, su descripción, su análisis y su comprehensión consisten menos en nuestras propias clasificaciones que nos separan de los demás y a los demás de nosotros por mor de defender la integridad del grupo y mantener la lealtad hacia él, que en definir el terreno que la razón debe atravesar si se quieren alcanzar y ver cumplidas sus modestas recompensas. Es éste un terreno desigual, lleno de repentinas fallas y pasos peligrosos donde los accidentes pueden suceder y suceden, y atravesarlo, o intentar hacerlo, poco o nada tiene que ver con allanarlo hasta hacer de él una llanura uniforme, segura y sin fisuras, sino que simplemente saca a la luz grietas y contornos […] Los usos de la etnografía son principalmente auxiliares pero son, no obstante, reales. Como recopilar diccionarios o ajustar lentes trabajosamente, la etnografía es, o debería ser, una disciplina capacitadora. Y a lo que capacita, cuando lo hace, es a un contacto fructífero con una subjetividad variante […] Es la gran enemiga del etnocentrismo, de confinar a la gente en planetas culturales […]” (Geertz, 1996b: 87).

            En tal sentido, la etnografía aparece como una forma de abordar la experiencia de producción de formas de ser a partir de prácticas y entre las prácticas que se sabe contingente e intempestiva, y no por ello renuncia a la elaboración de objetivaciones, la extracción de aprendizajes factibles de ser transmitidos a otros contextos. Las objetivaciones en general, sean en ciencias naturales como en humanas y sociales, son una aprehensión del universo en su devenir: Lo que aparece en términos analíticos como facticidad, manteniendo la creencia en la existencia de una base fuerte que da razón de ser al mundo, ha sido conducido igualmente a su rasgo más circunstancial, contextual, singular. Lo mismo ocurre con el sentido encarnado en acontecimientos para el continental, y es en la etnografía donde podemos encontrar la síntesis más viva de todas estas preocupaciones. Tarea radicalmente creativa, que comparte con el arte el trabajo sobre perceptos y sensaciones, tanto del sujeto cognoscente como de la materia creada (escritura etnográfica, audiovisual o fotografía, multimediática en definitiva) sobre un objeto que es en sí la creatividad por excelencia, articula sobre ello y a su vez la tarea de crear funciones científicas según categorías consideradas como variables y constantes, utilizando sin inconvenientes métodos y técnicas de variada índole para dar con las más sofisticadas y complejas cartografías posibles de ser elaboradas. Pero a sabiendas de estar trabajando sobre la forma en que nosotros mismos nos creamos y recreamos como entidades existentes, necesita del sobrevuelo filosófico, de la apertura radical a la problematicidad para terminar de componer su noema. Arte, ciencia y filosofía por tanto, se combinan en diferentes estilos que hacen a cada forma de llevar a cabo el oficio investigativo (Álvarez Pedrosian, 2011b; 2014).
Intentando superar cualquier forma de naturalismo, y más de fondo de esencialismo, incluso y principalmente en nombre de una imagen del Hombre, con el ejercicio de la etnografía (y su antropología implícita) se busca conocer y promover con ello el devenir de lo humano en constante transformación. Ciertamente los mecanismos de reproducción de lo existente son por demás relevantes, hacen parte de estos procesos en relación a las condiciones y determinaciones que establecen en lo real. Pero también en tal sentido, y como lo hemos expuesto en relación a la forma de considerar al kantismo desde las perspectivas aquí analizadas, todo acto reproductivo implica una producción de novedad, pues nada se repite sin diferenciarse al mismo tiempo, sin tener que efectuarse como un acontecimiento, y por tanto, como una experiencia singular y contingente.
Cada etnografía es singular en tal sentido, y puede plantear más o menos nuevos conceptos y teorías dependiendo del alcance y el rigor de su construcción, tal como Popper (1975) veía la cuestión de las revoluciones y la normalidad que Kuhn planteaba en su dinámica de las ciencias. En algunos casos y en ciertos niveles, se podrán plantear problemas que no conmueven, digamos, tan directamente al marco o teoría previa que se toma de fundamento para la indagación empírica, aquél témpano de hielo vazferreiriano (Vaz Ferreira, 1957), aquél “plano de coordenadas” que dibuja la ciencia según Deleuze y Guattari (1997) con sus “tamices” proyectados en el caos. Pero como afirma Popper, los “verdaderos problemas”, aquellos que movilizar y por tanto generar cambios conceptuales, son aquellos que atañen a la misma estructura de la teoría. En tal sentido, desde nuestro punto de vista, provocan una llamada que atañe a la filosofía implicada en tal conformación científica –ni fundamento inmutable, ni circularidad impenetrable, para retomar las figuras de Sellars antes referidas (Haack, 1997: 25)–, generando cambios conceptuales a todos los niveles, incluidas las “meta-estructuras epistemológicas”, ya filosóficas, que “guían las transiciones […] tornando disponibles, nociones prospectivas de racionalidad.” (Friedman en Nabia, 2013: 75). Como lo planteó el último Foucault (2002) volviendo de una forma renovada a Kant, una “ontología del presente o de nosotros mismos” en tanto “análisis de los modos de problematización”, tanto de las configuraciones existenciales estudiadas como del propio investigador inserto en la dinámica cognoscente, propicia la búsqueda del “franqueamiento de lo posible”, y con ello, presiona sobre la creatividad forzando la gestación de nuevos conceptos y de nuevas realidades.






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