Desde el «terreno»: trayectorias de la etnografía a través del análisis gnoseológico de su actual configuración metodológica




Eduardo Álvarez Pedrosian*

Artículo presentado y publicado en las Actas Electrónicas de las VI Jornadas de Antropología Social (VI JIAS), Sección de Antropología Social del Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), 3 al 6 de agosto de 2010.

Programa:



Palabras Clave:

Etnografía contemporánea, Metodología antropológica, Gnoseología de las ciencias humanas y sociales




De las etnografías producidas en las últimas décadas del siglo pasado, inscritas posteriormente en la corriente experimental de la llamada antropología postmoderna, se pueden desprender las preocupaciones y tensiones que caracterizaron la apertura del campo de indagaciones de allí en más. Los propios críticos lo resaltan aunque con reticencias, pero las tempranas discusiones que Rabinow entabló con Clifford y en general con la tendencia de la «meta-antropología textualista», no fueron menores (Rabinow, 1991; Clifford, 1995). Tanto el primero, –profundamente influenciado por la obra de Foucault y desde allí por la crítica de los valores nietzscheana y la destrucción heideggeriana de la metafísica occidental (Dreyfus y Rabinow, 2001)–, como otros investigadores, recalaron en que la necesidad de desarrollar una reflexión meta-antropológica no podía conducir a la inexistencia del trabajo de campo entre otredades a partir de una experiencia de extrañamiento. Desde la «microfísica del poder» y la «genealogía» (Foucault, 1994), así como desde los últimos trabajos sobre la «gobernabilidad» y el «biopoder» de Foucault (Foucault, 2007), Rabinow argumentaba la existencia de prácticas reales en tanto efectivas en las relaciones de poder, temática presente en la antropología de entonces desde los movimientos feministas, y que se desarrollaba desde otras referencias en los llamados estudios culturales.
En definitiva, de dichas relaciones de fuerza, un campo de experiencias y sus efectos, un «plano de inmanencia» de las subjetividades era planteado como cuestión primordial de toda investigación etnográfica, contando con dimensiones y procesos de reflexividad, pero aplicados para tal fin, o referidos en primera instancia a dichas experiencias en escenarios y desplazamientos entre los mismos: puras prácticas, factibles de ser plegadas y retomadas ilimitadamente, pero que no se agotan en su emergencia permanente. Ya los propios planos de inmanencia presentan trascendentalizaciones, movimientos de reflexividad y otro tipo de distanciamientos no recursivos, y los contextos académicos de producción etnográfica son proclives y necesitan ser etnografiados. Por eso mismo, dichas posturas que pretendieron centrar sus esfuerzos en producir sobre la producción etnográfica tomando como entidades de la misma naturaleza a los acontecimientos y experiencias llevadas a cabo por los demás investigadores y las experiencias de escritura y análisis desarrollados por éstos a partir de las mismas, se agotaron en una recursividad vacía, aunque fueron útiles para la incorporación plena de la reflexividad en conjunción con la tensión del distanciamiento y la inmersión propia del extrañamiento, como condición central del núcleo duro del programa etnográfico.
Efectivamente, en Reflexiones sobre el trabajo de campo en Marruecos (1977), Rabinow se focaliza en las relaciones o vínculos con sus informantes clave, y en cómo analizar el acceso a la cultura del etnógrafo a partir de dichas relaciones intersubjetivas, según las características de los sujetos, sus posiciones y circunstancias dentro del campo de experiencias en el que se encuentran, para nada homogéneo (Rabinow, 1992). En Tuhami, Crapanzano tensiona el particularismo y la dialógica al centrar su investigación en el proceso de construcción de una «historia de vida» y la «realidad negociada» que allí emerge entre las partes encontradas (Crapanzano, 1980). En ambos casos se explicita y elabora la etnografía desde consideraciones catalogadas como «auto-etnográficas», en tanto se ponen de manifiesto las apreciaciones éticas y estéticas de los investigadores hacia sus informantes calificados, buscando objetivar sus propias subjetividades como agentes de dichas objetivaciones (Bourdieu, 1999).
La llamada «entrada al campo» o «acceso» al mismo, constituye toda una problemática en sí misma. Ha dado lugar a trabajos metodológicos específicos, y cumple un lugar destacado en el proceso de investigación. En todos los manuales de relevancia en el oficio etnográfico, se recomienda vivamente la actitud de relativa pasividad por parte del investigador en el contexto en el cual se proponga ingresar. El acceso, más que referir directamente a datos, lo hace a escenarios y subjetividades. Se pone en evidencia la serie de problemáticas que constituyen los supuestos epistemológicos y ontológicos en última instancia, por debajo y dentro de los estándares metodológicos: el dato es construido en la dialógica del investigador y los sujetos que son parte de los fenómenos a analizar, y a lo que se accede es a una combinación de universos existenciales diferencialmente conectados, dentro de los cuales tienen cabida las experiencias en tanto acontecimientos que no sólo están cobijados o condicionados, sino que construyen los propios escenarios que los contextualizan, es decir, dan sentido gracias a tramas de significación puestas en práctica.
Volviendo a aspectos genéricos que hacen a una disposición o complejo de emociones de una subjetividad etnográfica, las reflexiones metodológicas en general apuntan al «sentimiento de invariable incomodidad» que define la experiencia del extrañamiento (Hammersley y Atkinson, 1994). La toma de distancia conjuntamente a la inmersión en los fenómenos, garantiza una actitud que hace de lo dado una materia de investigación sobre la producción y reproducción de formas de hacer y ser. Dicha incomodidad que aparece como parte del «habitus» etnográfico, es la versión emocional de una disposición epistemológica de ruptura, creación y experimentación constantes (Bourdieu y Wacquant, 1995). El límite de la investigación está allí donde se haga presente una suerte de «saturación», tanto en lo referente al «campo» como a la «mesa» (Velasco y Díaz de Rada, 1997), es decir, a lo que sucede en el universo de existencia investigado como en los otros en los que se componga una explicación con lo que allí se produjo en un primer nivel, y en todas las posiciones intermedias.
Cuando nos focalizamos la imagen del investigador en el campo como la de un sujeto cognoscente en busca de la inmersión en las tramas de relaciones sociales que hacen posible el desciframiento de significaciones y signos en tanto acciones, podemos enunciar la problemática del acceso al campo y la problemática en cuestión como la «negociación del rol» del investigador entre las subjetividades presentes en los escenarios existentes. Haciendo nuevamente evidente el trasfondo gnoseológico, la propia subjetividad del investigador es concebida como la de los mismos sujetos que constituyen los fenómenos a estudiar. Tanto el etnógrafo como los informantes calificados, los entrevistados, aquellos que son observados con la mayor distancia posible, y todo lo que sus acciones construyen y perdura transmitiéndose en inscripciones de variada índole, es planteado desde concepciones propias del interaccionismo simbólico, en la cual a su vez se recoge el conjunto de problemáticas que animan a las tradiciones fenomenológica y hermenéutica así como al pragmatismo y empirismo radical desde la tradición analítica. Es desde una «arqueología del sujeto» o una «dramaturgia» desde donde se encuentran las tradiciones filosóficas que sustentan los enfoques científicos en el campo de la producción etnográfica: los sujetos son pensados y experimentados como construcciones inter y trans-subjetivas de disposiciones de valores y sentidos en tanto prácticas, constitutivas de dichas construcciones.
Cuando de recomendaciones metodológicas se trata, los manuales hacen hincapié en el trabajo cuidadoso sobre los vínculos con las otredades presentes, en algunos casos como instancia o dimensión de recolección de información, en otros más rigurosos, como el mismo establecimiento de los flujos de distanciamiento e inmersión, la disposición del extrañamiento desde el mismo plano de inmanencia de los fenómenos de creación de subjetividad. La reflexividad nos permite plantear la relación entre teoría, método y técnica como una recursividad de implicancias mutuas, como funciones derivadas unas de otras (Álvarez Pedrosian, 2008). En tal sentido, las difíciles relaciones con los otros en el campo, no son otra cosa que la propia construcción de conocimiento en su primera dimensión concreta. Y lo mismo puede deducirse desde el interpretativismo y la tradición hermenéutica y comprensiva que la precede: la descripción y la interpretación se dan conjuntamente como dos niveles inextricables, diferenciables e inseparables al mismo tiempo. En esa tensión está el trabajo analítico, el del sujeto cognoscente que al reflexionarse intenta visualizar las tramas de significación que laberínticamente disponen diferentes procesos de objetivación, flujos de distanciamiento e inmersión disparados y anclados en diversos escenarios y circunstancias, así como alimentados por diferentes conceptos y supuestos más o menos asumidos.

«Hacia el final de las investigaciones sobre el bienestar llegué a la conclusión de que no existe la posibilidad realista de desarrollar relaciones de confianza como tales. Esto era especialmente cierto en un escenario que incluía a un izquierdista, una militante del movimiento de liberación femenina, personas de edad, personas jóvenes, extravagantes e individuos formales, republicanos, demócratas, miembros de terceros partidos, jefes y comandantes navales, sargentos mayores del ejército de reserva, pacifistas, objetores de conciencia, etcétera… Durante los meses finales de la investigación de campo desarrollé gradualmente la noción de “confianza suficiente” para reemplazar a los presupuestos anteriores adquiridos a través de la lectura de la bibliografía tradicional. La confianza suficiente supone un juicio personal, de sentido común, sobre lo que puede lograrse con una persona determinada» (Johnson en Taylor y Bogdan, 1986:55-56).

«Haciendo investigación de campo» es como define Johnson su esfera de actividades, punto de vista y régimen discursivo, el de una teoría de la metodología, y pone en evidencia la necesidad que se experimentaba a mediados de los años setenta del siglo pasado de romper con los estándares metodológicos de la etnografía hegemónica de entonces, donde estas problemáticas habían sido congeladas en una suerte de «fenomenología naturalista» denunciada también por otros metodólogos y epistemólogos de la etnografía moderna y contemporánea (Hammersley y Atkinson, 1994). Aquella comprensión heredada de la sociología de Weber, así como la experiencia proveniente del interaccionismo simbólico inspirado en la fenomenología husserliana, había fosilizado el proceso mucho más complejo, heterogéneo y estratigráfico propio de toda interacción inter y trans-subjetiva, del campo de inmanencia de las prácticas constitutivas de las subjetividades allí involucradas.
La «confianza suficiente» viene a reemplazar aquellas nociones estándares que recomendaban asumir una neutralidad puramente objetiva, o una suerte de neutralidad subjetiva desde la vertiente no positivista del campo. Ni una ni otra son reales, es decir, no las encontraremos dadas ni las lograremos producir en el contexto en el que llevamos a cabo el trabajo de campo etnógrafo. Más bien de lo que se trata es del establecimiento de flujos de variabilidad. Las mínimas disposiciones comunes que pueden plantearse con cada sujeto en particular, son la materia prima para componer estos espacios dialógicos, donde pueden hacerse oíbles y visibles las cuestiones que como investigadores pretendemos poner en consideración. Establecemos, por tanto, lazos con los otros por donde tensar las distancias y proximidades, vigilando reflexivamente las transformaciones en el mismo, en el devenir de la gestación, desarrollo y cierre o atenuación final.
Extraña disposición del extrañamiento en el seno y surcando diferentes escenarios más o menos determinados según configuraciones en campos también variados, pero donde se hace viable la asunción de una serie de actitudes y agenciamientos más en general, los cuales constituyen el propio contexto en tanto plano de inmanencia singular donde se crean y transforman diferentes maneras de hacer y ser en dichas prácticas. Existen muchas metáforas para dar cuenta de esta disposición del etnógrafo, quizás la de Griaule sea de las más significativas:

«Volverse un afable camarada de la persona estudiada, un amigo distante, un extranjero circunspecto, un padre compasivo, un patrón interesado, un comerciante que paga por revelaciones, un oyente un tanto distraído ante las puertas abiertas del más peligroso de los misterios, un amigo exigente que muestra un vivo interés por las más insípidas historias familiares, así el etnógrafo hace pasar por su cara una preciosa colección de máscaras como no tiene ningún museo» (Griaule en Clifford, 1983:139, y en Velasco y Díaz de Rada, 1997:24).

De estas consideraciones, que Clifford asocia a una concepción «dramatúrgica» del trabajo de campo en Griaule, en tanto asunción de una situación de recurrente conflicto de intereses, un «drama agonístico» resultante de la búsqueda de respetos mutuos, complicidades y productivos balances de relaciones de poder, pueden desprenderse sin inconvenientes las que posteriormente darían lugar a la llamada «crisis de la representación», en el contexto de la denominada postmodernidad. Lo único que se modifica, creemos nosotros, desde mediados de la década de los años setentas hasta nuestros días, es la asunción de la artificialidad radical de la representación y por ello del carácter constructivo de la realidad, así como de todo cuanto constituye una subjetividad. Metodológicamente, esto se ha visto en la problematización creciente del rol del investigador, de las definiciones y relaciones con el denominado informante calificado, la autoría del conocimiento generado, etcétera.
Una suerte de meta-crítica animó todo el campo disciplinar de la antropología hasta fines del siglo pasado, encontrando en la etnografía la arena de los combates. Posteriormente, volvemos a reconocer los hilos genealógicos que entraman las problemáticas conjuntamente con las discontinuidades, dándonos la posibilidad de contar con cajas de herramientas fértiles para la investigación y no tan sólo para la ruptura en tanto primera instancia lógica y procesual del proceso de producción de conocimiento. Nuevamente nos topamos con los problemas de los criterios de autoridad etnográfica, y con él del estatus del conocimiento generado. Pero, si como hemos visto, se asume el carácter creativo y productivo de toda objetivación, incluido el conocimiento científico y el pensar filosófico, y si la etnografía se focaliza en los procesos de subjetivación y no tan sólo en los objetos «semi-trascendentes» de las ciencias humanas y sociales modernas (Foucault, 1997), ya no hay necesidad de definir criterios estándares de separación entre objeto y sujeto, sino que la propia investigación se funda en el proceso de generación de deslindes y conexiones entre subjetividades y sus objetivaciones, las cuales vuelven a recaer sobre las primeras como nuevas versiones, variaciones y hasta virtuales mutaciones que configuran su devenir.
Esto no quiere decir que no existan criterios para la producción etnográfica contemporánea. Por el contrario, las últimas críticas y revisiones en el campo de las ciencias humanas y sociales, así como de la filosofía tanto continental como analítica, atestiguan el desplazamiento hacia un horizonte gnoseológico desde el cual ya se produce conocimiento y pensamiento que se fundamenta en sus propios términos y en conexión con otros, sin necesidad de formas normativas o axiológicas de meta-fundamentación. Desde nuestra perspectiva, atendiendo a la práctica científica de la etnografía, a lo que efectivamente se hace, pretendemos pensar dichas prácticas afirmativamente. De allí y de las reflexiones a todo nivel elaboradas, así como las relaciones intersticiales con todos los otros campos de producción intelectual, en especial la filosofía, las artes y las ciencias naturales, podemos a su vez caracterizar a esta síntesis abierta y en plena transformación que es lo que ya sustenta y anticipa en parte un horizonte común de problemáticas, en sus contenidos y expresiones:

«En general, el trabajo de campo entraña el hecho de dejar físicamente el “hogar” (cualquiera sea la definición que demos a este término) para viajar, entrando y saliendo de algún escenario bien diferente. Hoy, el escenario puede ser las montañas de Nueva Guinea; o un barrio, una casa, una oficina, un hospital, una iglesia o un laboratorio. Puede definírselo como una sociedad móvil, la de los camioneros de larga distancia, por ejemplo, con tal de que uno pase largas horas en la cabina, conversando (Agar, 1985). Se requiere una interacción intensa, “profunda”, algo canónicamente garantizado por la práctica espacial de una residencia prolongada, aunque temporaria, en una comunidad. El trabajo de campo puede también comprender breves visitas repetidas, como en el caso de la tradición norteamericana de la etnología en las reservas. El trabajo de equipo y la investigación a largo plazo (Foster et al., 1979) se han practicado de diversas maneras en diferentes tradiciones locales y nacionales. Pero en todos los casos, el trabajo de campo antropológico ha exigido que uno haga algo más que atravesar el lugar. Es preciso algo más que realizar entrevistas, hacer encuestas o componer informes periodísticos. Este requisito persiste hoy, encarnado en una amplia gama de actividades, desde la co-residencia hasta diversas formas de colaboración e intercesión. El legado del trabajo de campo intensivo define los estilos antropológicos de investigación, estilos críticamente importantes para el (auto)reconocimiento disciplinario» (Clifford, 1999:79).

Si bien actualmente se reconoce lo heterogéneo y multifacético del rol del investigador etnográfico entre las subjetividades en las que se encuentra temporalmente inmerso, no deja de considerarse como central el carácter implicado de su subjetividad entre las demás, y con ello la necesidad un tipo de experiencia de «interacción intensa» más allá del tiempo cronológico y el espacio físico, hasta para las posiciones que enfatizan el carácter «multi-local» o «multi-situada» (Marcus, 2001) y «conmutante» del trabajo en flujos, más que en campos. Si no se vive la pluralidad y con ella los diálogos, conflictos y hasta aporías de la heterogeneidad de formas subjetivas presentes en uno y en otros, y desde ella se construyen los materiales a ser tomados como enunciados y todo tipo de inscripciones con los cuales generar las explicaciones interpretativas y reflexivas, no parece factible la concreción de conocimiento etnográfico.
Junto con la intensividad requerida, las relaciones y todo tipo de entidad constitutiva de los campos de experiencia son objeto de una instrumentalización gracias a los «desplazamientos», las entradas y salidas propias de la experiencia del extrañamiento. Desde allí se realiza la tradicional «observación participante», nombre con el cual se quiere dar cuenta de un «estar-ahí» distante y próximo, una participación marginal y múltiple desde donde se pone en funcionamiento una reflexividad abierta al devenir de las propias transformaciones del proceso. Desde esta se «destilan» las descripciones, se experimenta los acontecimientos y se establecen otros que explícita o implícitamente se conectan a su vez con otros, gracias a la producción de nuevos acontecimientos que buscan generar dichos nexos interpretativos, como una entrevista. Además de esta visión reflexiva que busca vigilar al propio método en lo concerniente a la producción de deslindes entre objetivaciones y subjetivaciones, el propio carácter procesual del fenómeno hace que los campos de experiencia y los flujos que los componen en sus entrecruzamientos se alternen mutuamente: los desplazamiento son lugares y los lugares momentos o instancias de un movimiento mayor, el aquí y ahí en tanto presente es emergencia de pasados y proyecciones del porvenir. El propio campo se encuentra en devenir, no es un escenario estático ni claramente delimitado, aunque la imagen tradicional del etnógrafo en una aldea lejana sigue teniendo fuerza hasta la actualidad. El cartografiado de dicho proceso heterogéneo, múltiple y estratigráficamente afectado por variados pliegues, es en sí el proceso de construcción del conocimiento inherente al mismo.
En tal sentido, cada una de las relaciones establecidas con cualquier otredad presente, en sus dimensiones reales, simbólicas e imaginarias, se encuentran igualmente en devenir, son pues un proceso tensionado por parte del investigador para hacer del mismo algo similar y diferente a cualquier otro vínculo inter y trans-subjetivo corriente en la vida cotidiana en las más variadas esferas de actividades o campos de experiencia. Nuevamente inspirada en las tradiciones fenomenológicas y hermenéuticas –especialmente desde el injerto heideggeriano y las posteriores reformulaciones de Gadamer y Ricoeur–, así como en las variadas tendencias directamente provenientes de la crítica nietzscheana al estructuralismo y que podemos caracterizar como pensamiento del afuera –Foucault, Deleuze y Guattari–, la etnografía contemporánea que se sustenta en estas consideraciones metodológicas pone en evidencia y experimenta con la propia producción de subjetividad, y por tanto, hace del sujeto cognoscente un laboratorio donde ensayar dicha actividad. En los desplazamientos y variaciones de las relaciones con las otredades, se reconstruye un sí-mismo gracias a los pliegues reflexivos y la vigilancia de los procedimientos de establecimiento de deslindes entre objetivaciones y subjetivaciones.
La comprensión opera como marco variable de inmersión gracias a la interpretación concebida en forma laberíntica y estratigráfica, asegurada por la operación de articulación entre cada parte y el todo en tanto parte entre las partes. A diferencia de la versión moderna de la práctica etnográfica, sea en su modalidad positivista de la neutralidad o en la fenomenológica naturalizada de la empatía, la etnografía contemporánea ha venido tratando a la comprensión también como un proceso dialógico y problemático. Es así, por tanto, que se pretende concebir esta suerte de «rapport» que asegura más que un canal de comunicación o un acuerdo –como lo acentúan versiones como la habermasiana–, un entre productor de subjetividad que entrama al sujeto cognoscente en los campos y flujos de experiencias a ser estudiados. La apelación realizada por Johnson al sentido común y a la confianza suficiente, implica la aceptación de la existencia de tramas de significación intersubjetivas desde donde se disponen las subjetividades, al mismo tiempo que es desde ellas desde donde se hace necesario abrir hendiduras, tomas distancias y volver a proyectar visiones diferentes sobre lo dado. Aquí, los supuestos básicos que pueden llegar a establecerse en un vínculo intersubjetivo, sea en una observación participante genérica o en una instancia específica de entrevista, operan como plataformas de despegue para la exploración de las propias subjetividades involucradas –las que hacen a los fenómenos en cuestión, y las del investigador que ha decidido ingresar a los campos y flujos donde estos tienen existencia–.
En el sutil juego de la inmersión en universos ajenos, en la construcción de vínculos intensos y a la vez extraños, al etnógrafo se le recomienda reverenciar las rutinas existentes, siguiendo un clásico lema disciplinar que versa «donde fueres, has lo que vieres» (Geertz, 1996), algo para nada sencillo ni evidente (Crapanzano, 1991). El establecimiento de lo que se tiene en común, no es un re-conocimiento ni una asimilación de lo ya conocido. Evidentemente, las interpretaciones mutuas se realizan a partir de disposiciones y formaciones pre-existentes donde se entraman, pero tanto para unos como para otros, la intervención del etnógrafo altera drásticamente los contextos dados. El investigador se esfuerza explícitamente por vigilar y reconstruir el proceso así desencadenado, y los sujetos partícipes de los fenómenos estudiados también elaboran en sus propios términos dichas distorsiones y sus respectivos procesos de resignificación, los cuales también son tomados como material de análisis para el primero. En la misma condición de sujeto, en la irreductible diferencia radical que esto conlleva, el vínculo que el etnógrafo intenta generar con cada uno de aquellos con los que se encuentra, trata de ser el propicio para entablar el diálogo en tanto juego abierto y franco entre las diferencias, éticamente válido desde la explicitación de los fines y métodos empleados.

«Son esas tres influencias teóricas generales [fenomenología, hermenéutica y marxismo] en la antropología comprensiva [interpretativa] las que configuraron la escritura de las etnografías experimentales. Las discusiones… se han centrado recientemente en la metáfora del diálogo, dejando en segundo plano la anterior metáfora del texto. El diálogo se ha convertido en la imagen para expresar el modo en que los antropólogos (y, por extensión, sus lectores) deben encarar un proceso de comunicación activa con otra cultura… En ocasiones… se la tomó de manera en exceso simplista, lo que hizo posible que algunos etnógrafos de deslizaran hacia un modo confesional de escritura, como si el intercambio comunicativo externo entre un etnógrafo determinado y sus sujetos fuera el principal objeto de la investigación, con exclusión de una representación… de la comunicación tanto dentro de las fronteras como a través de ellas» (Marcus y Fischer, 2000:59).

En la etnografía clásica, dicha dialógica de inspiración bajtiniana era clausurada por el efecto de neutralidad simulado a través de técnicas retóricas que, paradójicamente, eran utilizadas para aparentar un cientificismo contrario a ello. Una suerte de nueva ética emerge en las consideraciones metodológicas contemporáneas. La misma se inspira en el pluralismo y empirismo radical ya planteado por James y con antecedentes en los empirismos de Mill y Hume principalmente. No todo fin justifica cualquier medio, sino que el compromiso investigativo es puesto en juego en la propia interacción, por supuesto de variadas formas dependiendo de las configuraciones significativas presentes en el diálogo, haciendo de la comunicación más que un acuerdo una exploración por senderos hasta entonces no conocidos ni pensados. Está claro que los intereses propios de todo campo como el científico, van mucho más allá de los fines desinteresados de la búsqueda de la verdad por la verdad misma, etcétera: el desinterés es un disfraz del interés (Bourdieu, 1999).
Por ello mismo, nada es más aconsejable que la puesta en evidencia de los intereses particulares, en sus variadas dimensiones y alcances, expresándolos de las formas más adecuadas para generar una apertura siempre tendiente a la confianza mutua, pues en cada traducción se está abriendo un universo de virtualidades y es necesario ir distinguiendo y entramando la pluralidad de posibles que ella suscita. La propia actividad del etnógrafo en tanto investigador, está abierta a lo desconocido en tanto saber en gestación, y por ello, posee un fin incierto. Es por esto mismo que en los manuales de etnografía de las últimas décadas, los análisis de los críticos e historiadores de la etnografía, así como en las producciones etnográficas más relevantes consideradas como ejemplares de una tendencia del campo antropológico focalizada en la subjetividad, se hace hincapié y se trabaja desde vínculos donde el etnógrafo intenta ser solidario y estar dispuesto a colaborar en lo que los sujetos necesiten, mostrar una actitud de humildad y respeto, así como de sumo interés por todo lo que les concierne. Asimismo podemos apreciar cómo, cuando se hace esencial el compromiso, se hace también necesario saber trazar con la mayor efectividad posible el límite que se está dispuesto a aceptar. Como se trata del propio proceso de deslinde efectuado en la experiencia, siempre móvil, radicalmente creativo, no existe posibilidad alguna de normativizarlo y transmitirlo como parte de una metodología estándar destinada a su reproducción automática (Devereux, 1999). En cada instancia y coyuntura, según los sujetos en vinculación y sus particularidades e irreductibles diferencias, se tratará de un deslinde en tal o cual grado de variabilidad entre la inmersión y el distanciamiento, de una resultante de las relaciones de fuerza que atraviesan la producción de saber.
De cualquier manera, está claro el perfil descentrado y desapercibido que busca alcanzar el etnógrafo. Esta necesidad se funda en que en primera instancia, el encuentro con las otredades así como con los escenarios y desplazamientos donde participan las mismas, está direccionado unilateralmente desde el sujeto cognoscente, que es quien entra en escena, hace irrupción en un campo de experiencias e ingresa en flujos de desplazamiento que hasta ahora venían desarrollándose y se seguirán desarrollando más allá de él. En la vigilancia constante de la reflexividad, el etnógrafo intenta abrirse lo más posible a la novedad de las otredades, a la captación de la expresión de lo diverso y heterogéneo en su multiplicidad, gracias a no dejar en suspenso y no tematizadas las bases epistemológicas y ontológicas que constituyen los cimientos del análisis científico. Pertrechado de herramientas como todo investigador, intenta lo más posible no condicionar, o al menos, llevar registro e integrar las modificaciones que inevitablemente su participación genera. También se ha ido experimentando cada vez más con tácticas decididamente activas, una vez comprendido el escenario, generando explícitamente la posibilidad para que se susciten acontecimientos, como lo ha planteado Taussig recuperando estrategias características de las vanguardias modernas como el dadaísmo y el surrealismo, y asumiendo el carácter de «montaje» del proceso analítico, así como la concepción de Benjamin de la historia como «estado de sitio» o en «emergencia permanente» (Benjamin, 1973), y con ella, de los procesos de subjetivación en su dimensión de creación radical, no condicionada.

«… en estado de sitio el orden se congela, aunque el desorden bulle bajo la superficie. Como un enorme manantial lentamente comprimido y listo para estallar en cualquier momento, una tensión enorme yace quieta bajo la superficie. El tiempo se paraliza, como el tic-tac de una bomba de tiempo y, si extrajéramos todas las consecuencias del mensaje de Benjamin, que el estado de sitio no es la excepción sino la regla, entonces nos veríamos obligados a repensar nuestras nociones de orden, de centro y de base y también de certeza, pues todo esto emerge como imágenes oníricas en estado de sitio, ilusiones desilusionadas y sin esperanza de un intelecto que intenta encontrar la paz en un mundo cuya tensa movilidad no autoriza descanso alguno dentro del nerviosismo del sistema nervioso. Todo nuestro sistema de representaciones está bajo estado de sitio. ¿Podía acaso ser de otra manera?... considero que esto coloca a la escritura en un plano radicalmente diferente de lo concebido hasta ahora. Requiere una comprensión de la representación como contigua a lo representado y no suspendida por encima y distante de lo representado. Esto es lo que Adorno consideraba la idea programática de Hegel: que el saber es entregarse al fenómeno, más que razonarlo desde arriba» (Taussig, 1995:23-24).

Así como la participación es ya una acción, sea cual sea su forma, por más imperceptible que se busque estar, la escucha del investigador también es activa; justamente su conciencia opera en dichas instancias como laboratorio que al tensionar distancias y proximidades y vigilar el proceso de utilización de técnicas, métodos y teorías reflexivamente, permite dejar registro, huella de los acontecimientos, en la tensión entre la justificación y el descubrimiento. La escritura misma es un acontecimiento encadenado a los que dieron lugar los contenidos y expresiones resignificadas en su inscripción. Considerando de esta forma a los escenarios, como sitiados por la contingencia, se está afianzando una teoría del sujeto que encuentra en Benjamin sus fuentes, pero también en Nietzsche y su «genealogía», tan influyente, como hemos dicho, desde los análisis de Foucault al respecto (Foucault, 1994). Pero, nuevamente no toda actitud y actividad es recomendable en la práctica etnográfica. El manejo de las condiciones propicias para la experimentación del extrañamiento en sus más variadas circunstancias vuelve a poner al descubierto un oficio específico. Las acciones decididamente emprendidas por el investigador en los contextos y flujos de interacción y experiencia en general, deben mantener la apertura buscada y la tensión entre el distanciamiento y la inmersión, así como propiciar la mejor de las vigilancias posibles sobre las herramientas teóricas, metodológicas y técnicas empleadas.
Abrirse a los universos de los otros, buscar y ser atravesado por las mallas existentes en los mismos, determinaciones vigentes, líneas de fuga y formas radicales de creatividad en los umbrales del desfondamiento de todas las configuraciones de valores y sentidos, es, como hemos visto, una actividad. La misma tiene como objeto la experimentación de otredades, sean escenarios y campos de experiencias más o menos instituidos, o los modos y procesos de subjetivación que se crean y recrean en subjetividades singulares. Una vez asumido el carácter productor de subjetividad del proceso cognitivo, las distinciones entre objeto y sujeto, receptor y emisor, justificación y descubrimiento, pasan a ser problemas mal planteados, al decir de Bergson. Esto no niega, sino que más bien justifica la necesidad de desarrollar una vigilancia reflexiva del proceso experimental, con el fin de no pasar de la comprensión a la «comprehensión», de la dialógica entre análisis y síntesis al absoluto de alguna versión por separado de estas dos operaciones, lo que Sartre denominó «la ilusión de inmanencia» (Sartre, 1968), y Popper «el mito del marco común» («framework») (Popper, 1975, 2005). De esta forma se hace evidente el carácter activo del investigador, desde la propia experimentación en el trabajo de campo, pues desde allí se producen los materiales cognoscentes de variada índole que oficiarán de componentes de la explicación interpretativa; materiales que no cesan de estar en emergencia permanente, por lo menos hasta las cristalizaciones efectuadas por los montajes y entramados de los mismos en una etnografía ya culminada. Aún en este caso, las teorías siguen ancladas, en diferentes grados, a las experiencias y los casos desde las cuales se las articuló (Geertz, 1996).
Las recomendaciones de los manuales etnográficos contemporáneos sobre las acciones decididamente provocadas por el investigador, vuelven a poner en relieve la necesidad de estar lo más imperceptiblemente posible, a pesar de ciertos experimentos decididamente provocadores de acciones que desencadenen efectos insospechados, pero son las escasísimas excepciones. Cuando se hace necesario formular preguntas, proferir un discurso interrogativo, no se debe dejar de buscar que el o los sujetos que están siendo entrevistados produzcan un discurso desde sus respectivos puntos de vista y en situación, evidenciando aquello que desea poner en juego sobre su existencia y elaborando las narraciones y explicaciones propias como producto de las formas de subjetivación involucradas. Muy importante es saber qué no se puede preguntar, el manejo constante de la variación entre lo explícito y lo implícito en el discurso, los sentidos y referencias en sus cargas afectivas. Al etnógrafo también se le insta a que, una vez comenzado el discurso de su interlocutor, aliente a éste para que profundice en los contenidos del mismo, mientras va hilando los mismos con las expresiones, en una dialógica que es traducción y creación de nuevos puentes transversales, y por tanto de reconfiguración de los contenidos que son su misma expresión en acto, en el acontecimiento discursivo. A medida que la entrevista discurre, las preguntas que son lícitas efectuar pueden ser más direccionadas y enfocadas a aquellos aspectos más urgentes desde las reflexiones del proceso de campo e investigativo en general.
El modelo de cualquier entrevista sigue siendo el del diálogo cotidiano, el cara-a-cara entre iguales/diferentes, tan caro a la fenomenología, el interaccionismo simbólico que se desarrolló de la misma, y las filosofías del lenguaje de corte pragmatista, o de la comunicación centradas en la distinción entre oralidad y escritura. Como hemos visto anteriormente, de todas las referencias clásicas presentes en el campo de la antropología y las ciencias humanas y sociales en general, la etnografía de las últimas décadas ha puesto especial énfasis en el hasta el momento poco conocido Bajtín y su dialógica (Batjín, 1982). Sus conceptos, o la inspiración general que ellos provocaron de forma más extendida y difusa, pueden entreverse claramente entre las sugerencias y recomendaciones de los manuales contemporáneos sobre el oficio del diálogo. En tanto encuentro de heterogeneidades, el proceso parece seguir una serie de pasos bien precisos. En primer lugar, como toda técnica denominada cualitativa, responde a los requerimientos de la participación distante que más en general constituye una metodología y su teoría implícita. Por tanto el acceso es aquí el establecimiento inicial de las condiciones del diálogo, una suerte de acomodo o ajuste inaugural. Y en segundo término, el fluir del discurso debe ir por los caminos y senderos que el propio entrevistado nos invita a realizar, ya que contenido y expresión van integrados como materia prima para la producción de conocimiento sobre las subjetividades involucradas en los mismos.
La «no-direccionalidad» como suele denominársele desde los registros metodológicos de las ciencias humanas y sociales, es una especie de tanteo por el cual el investigador trata de incidir persuasivamente en el diálogo, estando y no estando a la vez, tratando de devenir imperceptible y con ello propiciar la mayor producción discursiva y cognoscente de los sujetos entrevistados. Se asume por tanto la heteroglosia y polifonía del diálogo que se genera en una entrevista, pero no por eso se niega la necesidad de jugar un rol específico, manejar un género discursivo o una serie de ellos y no otros, en gestionar un tipo de esfera de actividad diferente al resto de las existentes en las vidas de los participantes en los fenómenos abordados, pues de lo contrario nada nuevo se alcanzaría a esbozar. Como etapas de un proceso de comprensión, la entrevista en profundidad comienza con un acomodo entre los recién encontrados, sigue con un tanteo por parte de los mismos, y prosigue con la puesta en foco del investigador sobre contenidos y expresiones que le resultan al mismo «enigmáticas en su superficie», al decir de Geertz.
La opción por la técnica de la entrevista –sea esta una historia de vida, una observación indirecta, o incursiones más extendidas y concisas sobre aspectos fuertemente pautados–, está justificada antes que nada por la primacía del discurso como objetivación privilegiada de todo proceso de subjetivación, perspectiva en la que como hemos visto convergen variadas tendencias pero todas focalizadas primero en el lenguaje, y luego en el habla y la significación como acción, el sentido como acontecimiento (Deleuze, 1989). Además de ser la productora de una materia discursiva excepcional como transmisora de contenidos y expresiones que enlazan a distancia y en diferido las experiencias particulares entre sí, lo dicho en la entrevista es un producto de múltiples pliegues, así como de movimientos de referencialidad heterogéneos e instaurados en el acto a partir de la combinación de los demás componentes no-discursivos. La entrevista como acontecimiento discursivo modelado por el sujeto cognoscente, y producida en la dialógica que lo desplaza y se centra en el o los sujetos partícipes en los fenómenos estudiados, es recuperada a su vez como composición de enunciados proferidos en el fluir de la experiencia: lo dicho en el hecho del decir (Ricoeur, 2001).


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Notas
* Doctor en Historia de la Subjetividad, DEA (ambos por la Facultad de Filosofía, UB, España) y Licenciado en Cs. Antropológicas (Facultad de Humanidades y Cs. de la Educación, UdelaR, Uruguay). Profesor e investigador de la Universidad de la República (UdelaR) y miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI-ANII, Uruguay).
Fecha de realización: 20 de enero de 2010. Fecha de entrega: 20 de mayo de 2010.

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