Los abusos de Ayman. Movilidad y comunicación transcultural en espacios de la metrópolis catalana





Publicado en Guigou, L. N. Álvarez Pedrosian, E. (comps.)
Espacios etnográficos y comunicación urbana, UCEP-UdelaR, Montevideo, 2011, pp. 19-54.

Eduardo Álvarez Pedrosian [1]



© Por los textos: Eduardo Álvarez Pedrosian, Nila Chávez Sabando, María Rosa Corral,
Martín Fabreau, L. Nicolás Guigou, Jorge O. Larroca Ghan, Leonard Mattioli, Juan Andrés Nadruz, Paula Pérez Lacués, 2011.

© Por la edición: Unidad Central de Educación Permanente de la Universidad de la República,
UCEP-UdelaR, 2011, Montevideo (Uruguay).


Corrección y armado: Eduardo Álvarez Pedrosian y María Rosa Corral
Diseño interior: Eduardo Álvarez Pedrosian


ISBN 978-9974-0-0801-4


Impreso y encuadernado en Tradinco SA
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La llegada al "primer mundo"


Años programando mis estudios de doctorado en Barcelona me habían llevado hacia allí. Luego de algunas peripecias consulares, trámites de visados y documentaciones diplomáticas, me encontraba por fin comenzando una residencia de dos años en lo que resultaría ser, de allí en más, mi segunda casa. Llegaba tranquilo, con la certeza de contar con todas las garantías legales para ser considerado un ciudadano más, pero no fue exactamente así. Después de las primeras semanas, iría entrando rápidamente en situación. En un contexto donde los flujos migratorios en general se habían convertido en una problemática que atravesaba todos los espacios, campos, sectores y escenarios de la vida social, los residentes temporales por razones de estudio se encontraban en una zona intermedia, ni en blanco ni en negro, podríamos decir en gris. Para poder trabajar, se exigía un permiso extra, el cual en lo concreto había despertado todos los temores de los potenciales empleadores.
En cierto punto, las mecánicas concretas de los sistemas legales y las resultantes de los intereses y conflictos –un “sistema nervioso en emergencia permanente” (Taussig, 1995)- producían un efecto de homogenización y tipificación de todos los inmigrantes provenientes de cualquier lugar que no sea considerado como inscrito dentro de la Unión Europea o de algunas otras entidades políticas, generalmente del Norte o de sus ramificaciones satelitales, sean cuales sean las situaciones particulares. En mi caso por ejemplo, seguía siendo profesor de la universidad pública uruguaya, tenía la documentación pertinente que aseguraba mi retorno a la misma, pero para poder estudiar y vivir me topé, desde el primer momento, más que con un muro, con una suerte de círculo vicioso. Para poder trabajar legalmente era necesario contar con la anuencia de un empleador, el cual gestionara los trámites frente a las autoridades estatales. Pero formalmente, no se podía trabajar hasta que dicho permiso fuera concedido, entonces: el círculo vicioso. En innumerables casos esto generó que los trabajadores utilizaran la fórmula de la denuncia de sus empleadores, como la vía más segura, muchas veces acordada entre las partes previamente, con todo lo que de confianza e implicación ello conlleva en los vínculos. Los primeros meses de entrada a estas redes multi-locales, regionales y transnacionales desde un emplazamiento específico (Marcus, 2001), son intensos e intempestivos: hay que ir haciéndose de mapas cognitivos de elementos heterogéneos, en múltiples dimensiones, lo más plásticos posibles, y a altas velocidades (Jameson, 1991).
También estaba claro, que en muchos casos no había una salida de esa condición, por lo menos a corto o mediano plazo. Como veremos más adelante, existen variadas configuraciones antropológicas que se hacen presentes en territorios cotidianos en torno a tareas infra-valoradas, que persisten en sus disposiciones y se reproducen. No todos y en cualquier condición pueden atravesar los preámbulos de acceso. Y una vez dentro de las redes sociales, culturales y económicas, existía una verdadera geografía política de sectorización, clasificación y distribución de tareas, oficios, prácticas, a partir de caracterizaciones de las procedencias y los estereotipos culturales de varias décadas de formación, sostenidas a su vez en tradiciones de muy larga duración, las cuales hunden sus raíces en el Medioevo y en la Roma mediterránea (Said, 2009). Se trataba de la “España inmigrante”, surgida alrededor del 2000 como segundo y tercer momentos del “ciclo migratorio”: la ampliación de las redes migratorias a escala familiar, y los conflictos y problemáticas de la multi y trans-culturalidad generados por la convivencia efectiva de una heterogeneidad de formas de vida más o menos distantes y cercanas, desigualmente discriminadas según categorías étnico-raciales, religiosas, lingüísticas.[1] Mientras tanto, los escaparates estaban allí, llamándonos a todos por igual: el consumo era omnipresente en la “millor botiga del mon”, las marcas estaban adueñándose del antiguo espacio público en disputa de manera fragrante en pos de la “ciudad publicitaria” (Klein 2007: 243).
Durante varias semanas de búsqueda, de encuentros-desencuentros en otros universos existenciales a los conocidos, tuve que escuchar una y otra vez el mismo enunciado: si tuvieras el permiso de trabajo te contrataríamos al instante, pero la empresa no hace ese tipo de trámites. ¿Por qué no? Pues bien, en los hechos, todo está dispuesto para que los empresarios teman a su gobierno, luego de décadas de intensísimas migraciones, en especial provenientes de las regiones del mundo más desfavorecidas, como son el África sahariana y sub-sahariana, América Latina, el Próximo Oriente y los países islámicos del antiguo sub-continente indio. A esto hay que agregarle la actitud de las autoridades, pues si bien la necesidad de un permiso no es sí mismo un problema, la cuestión, otra vez, es cómo se lo efectiviza, cómo opera en lo concreto. Para ello también se han dispuesto excepciones y situaciones diferentes para casos específicos, como los acuerdos de la Generalitat de Catalunya con los gobiernos de China o Pakistán en lo relativo a la tramitación y autorización de migraciones y negocios, de flujos de objetos tanto como de sujetos (Clifford, 1999).
Es lícito pensar que la situación de un migrante con formación profesional no es la misma que la de aquellos sujetos que no han podido acceder a una educación siquiera básica, por el valor relativo que siempre poseen los capitales económicos, culturales, sociales y simbólicos en campos y enclasamientos específicos (Bourdieu y Wacquant, 1995). Esto se traduce en la diferencia estructural y estructurante que se establece entre inmigrantes provenientes de las regiones más sumergidas del planeta y aquellos que son oriundos de regiones con filiaciones culturales e institucionales aparentemente directas con las antiguas metrópolis coloniales. Pero la situación no es tan sencilla, pues mientras existen ciertos espacios de acogida para los más desfavorecidos, aquellos que son considerados no tan desfavorecidos quedan ubicados en una situación intermedia (por sus altos capitales culturales y sociales, y bajos económicos y simbólicos), que parece ser un vacío en muchos sentidos. Algunas organizaciones se orientan específicamente hacia los procedentes del Magreb y de las sociedades latinoamericanas de fuerte mestizaje, tratando de ubicarlos en puestos de trabajo en la limpieza y en tareas por el estilo, mientras que aquellos que descienden de emigrados hace poco más de cien años desde esas mismas tierras no cuentan fácilmente con dispositivos institucionales de acogida.


Por debajo y entre los intersticios del sistema

Como me dijeron la gran mayoría de inmigrantes que conocí –y sus historias de vida lo ponían de manifiesto–, en particular aquellos que habían llegado a Europa para afincarse según sus planes de por vida, la situación era la misma para todo aquél que llegara de fuera del llamado “espacio Schengen”[2]: había que volver a empezar. Antes de comenzar el trabajo como profesor e investigador en mi Montevideo natal, durante el último tercio de los estudios de grado –coincidente con la era de políticas neoliberales y la caída en la crisis centrada en 2002 para la región–, tuve que rebuscármelas en trabajos esporádicos, de baja remuneración, en los cada vez más amplios espacios de informalidad de un sistema en crisis, para poder completar los ingresos de una magra beca que usufrutuaba por entonces (Álvarez Pedrosian, 2006). En todos los casos, sea la realización de encuestas o la repartición de correspondencia por la ciudad, el objetivo era el mismo: el mercado.
La historia parecía repetirse, pero no del todo. En Montevideo éramos en su mayoría estudiantes de grado quienes compartíamos esas agotadores horas de caminatas para repartir publicidad que al instante iba a parar a los tachos de basura de los edificios y las casas. Allí no; no me había cruzado aún con nadie que compartiera esa misma condición, sino que con otros extranjeros no estudiantes, algunos de los cuales procedían de los recientes espacios políticos incorporados al sistema común de fronteras, y con algún español aislado. Lo que más me llamó la atención en estos primeros contextos de interacción fue el sentimiento de exclusión social, desamparo y precariedad presente en diversas configuraciones singulares. En el campo laboral, esto se traducía en condiciones de explotación bastante duras en comparación a las instituidas en los sectores formalizados del mercado. Indocumentados en su mayor medida, recién llegados de Marruecos, del resto del Magreb, de las sociedades del Golfo de Guinea, de la Cordillera de los Andes, del estuario del Río de la Plata, hijos de la migración interna de la Península Ibérica, compartían un mismo sentimiento de desamparo, una misma “miseria de posición” (Bourdieu, 2000: 10), que se traducía en horas cotidianas de gran esfuerzo físico y mental para poder obtener algo con qué asegurarse la sobrevivencia en el marco de la sociedad de consumo.
En tales circunstancias, apelé a lo mismo que cinco años atrás: a la escritura, a la posibilidad de producir conocimiento a partir de las experiencias, principio de todo acto cognoscitivo de carácter científico, y en particular del etnográfico. En tal sentido, la aparente pobreza y el malestar inherente a dichas experiencias, dejaron paso a la fascinación por lo extraño, a la oportunidad de acceder a estos fenómenos desde sus entrañas, en medio de seres de todo el planeta, de las más variadas procedencias y trayectorias culturales, en interacción entre sí y con el espacio público inter y trans-cultural de la “ciudad global” contemporánea (Lie, 2003).
Aún sin teléfono, pero ya instalado en un pequeño estudio de la calle María en el barrio de Gràcia –antigua villa autónoma que guarda los rasgos de una fuerte identidad pueblerina en pleno centro geométrico y cultural barcelonés–, levanto el tubo del aparato en la casa de unos amigos que me recibieron al llegar y escucho su voz por primera vez. Era Ayman (en árabe, literalmente “El Afortunado”), aquél musulmán (hasta el momento no sabía nada más de su procedencia) que pedía repartidores de correspondencia en frente a mi nueva casa. Unos días antes, cuando habíamos divisado el cartel de “se alquila” en lo que a la postre fue mi lugar de residencia durante dos años, uno de mis amigos me señalaban la puerta de enfrente, donde colgaban unos papelitos con un número telefónico, y se describía lo que se estaba buscando y las condiciones que se debían cumplir: “mensajeros con o sin moto para zona de Bellvitge, con o sin experiencia, papeles en regla”.
Se trataba de una zona de altos complejos habitacionales, de bloques puestos en tiras y amplios espacios verdes, de una importante tradición local originada en los siglos X y XI, y fuertemente marcada por la moderna inmigración andaluza y extremeña que en los años de florecimiento de la industria catalana significó un importante contingente poblacional. Rápidamente había llamado, luego alcanzado un currículum hasta allí, y unos días después hecho presente para acelerar los trámites. En esa oportunidad, un hombre de similar acento me había recibido de forma muy amable, y me había indicado que el jefe no se encontraba, pero que pasara al otro día en la mañana para verle. Entusiasmado, había ido al otro día y sin éxito me volvía a casa, con la decepción de no contar todavía con algún trabajo, mientras ya empezaban a correr minuto a minuto las deudas contraídas. Ahora, levantaba el tubo del teléfono y una voz seca y recia, con un acento duro y claramente atribuible a Oriente en nuestro imaginario occidental (Said, 2009), me decía que me presentara al día siguiente en la estación de Bellvitge.
Con una decena de anuncios de camarero, vendedor y demás extraídos de la edición dominical de La Vanguardia, le pedí si podía presentarme con posterioridad en el lugar, ya que tenía una entrevista de trabajo pautada para ese día a las nueve de la mañana. Sin problemas, me dijo que una vez llegado al punto, lo llamara a su teléfono móvil y me uniera al equipo de trabajo. Al otro día hice lo acordado, pero para mi desafortunada suerte me fue imposible comunicarme: dos horas por entre los bloques y las plazas, de locutorio en locutorio, me tuvieron tratando de hablar con el jefe in situ sin ningún resultado. Me volví a la ciudad, luego de haber gastado en los pasajes de metro, y de preocuparme por no haber podido comenzar. Al otro día, ya en su oficina –en frente a mi casa–, y sin excusas de ningún tipo, iniciaba el periplo.
Cuando toco la puerta y nadie contesta, entro al local y desde el fondo escucho los movimientos de alguien. Resultaría ser un vecino que en poco tiempo se convertiría en un gran amigo en esos nuevos territorios. Voy hacia el fondo y me encuentro a un muchacho ordenando sobres de correspondencia sobre tres tablones apoyados en taburetes. Era Sebastián, oriundo de la ciudad de Rosario, Provincia de Santa Fe, Argentina. Los lazos entre argentinos y uruguayos que, desde la propia región pasan por ciertos tipos de conflictos producto de las rivalidades características de culturas y formas de subjetivación tan próximas, con procesos regionales comunes que atraviesan fronteras nacionales relativamente recientes, aquí parecían desvanecerse o mitigarse enormemente frente a las distancias inconmensurables con las otras configuraciones antropológicas presentes. Sebastián ya se mostraba escéptico desde un principio en relación a la empresa en donde comenzábamos como trabajadores. Algo no le olía bien, y con cuatro años de residencia en Barcelona tenía experiencia como para dejarse llevar por sus intuiciones. Pero bien, comenzando a descubrir el lugar y elaborando las primeras cartografías para orientarme en él, no podía dejarme llevar por nadie hasta no hacerme de una experiencia propia, y tampoco él mismo tenía claro lo que percibía.
Es muy dudoso plantear que en una instancia específica, en un contexto microsocial o campo de experiencias, se reproduzcan los valores generales de la inmigración en Catalunya. Claro que no, pues las cualidades específicas siempre acentúan algunos aspectos y disminuyen otros. Pero justamente el efecto es más que significativo, nos acerca a lo particular y a lo general a la vez, ya que toda dimensión local se encuentra más o menos inmersa en y atravesada por procesos globales según particularidades que solo pueden comprenderse en dicha articulación. Desde el principio trabajé junto a un ecuatoriano de nombre Francisco, un muchacho de algo más de treinta años que trabajaba en dos sitios para poder llevar a cabo las remesas de dinero mensualmente dirigidas a su familia residente en el lugar del que partiera. Como es sabido, los ecuatorianos representan la fuente de inmigración más importante desde América Latina, están ubicados como el tercer grupo (hasta hace poco eran el segundo) en volumen total de inmigración en España. Él, quien venía sobreviviendo del trabajo en estos espacios sociales subterráneos y precarios desde hacía cuatro años en Barcelona, resultó ser un gran apoyo logístico y moral para mis primeros pasos en un lugar tan extraño.
Además de Sebastián, estaba otro muchacho chileno, de rasgos típicamente araucanos, con el cual sumábamos cuatro sudamericanos. Posteriormente conocería a Pablo, otro argentino, oriundo de la ciudad de Buenos Aires. Luego, un catalán, el único nativo, que era también el que tenía un contrato formal, estaba en pareja con otra muchacha de origen latinoamericano. Después, el resto de los compañeros eran de procedencia marroquí, algo así como ocho personas, y tan solo uno argelino. Ayman, el jefe, y sus amigos más cercanos –personajes itinerantes que aparecían y desaparecían–, eran nacidos y educados en Palestina. Él en particular, era oriundo de la Franja de Gaza, y antes de llegar a Catalunya había vivido un tiempo en Colombia, de donde era su esposa. Con posterioridad y a lo largo de un mes, irían a sucederse más compañeros de trabajo ampliándose el espectro de culturas presentes, con la inclusión de una chica recién llegada de la caucásica Georgia, y de un adolescente proveniente de Guinea Bissau. La tendencia general iba haciendo de los no musulmanes el grupo minoritario, a favor de la creciente representación del Magreb, que salvo por un argelino, se limitaba a Marruecos, el segundo grupo de inmigración con más de medio millón en toda España, recientemente superado por los rumanos una vez que su Estado fuera incorporado al espacio Schengen.
Yo experimentaba una fascinación impresionante por el hecho de estar rodeado y sumergido en interacciones con subjetividades de todas estas procedencias. Inmediatamente trataba de entablar diálogo con cada uno de los sujetos involucrados, conocer algo de sus culturas, de las razones que los habían llevado hasta allí, de sus expectativas y sueños, de las situaciones por las que estaban transitando. Pero claro, todo ello se daba bajo la condición general de estar trabajando, de estar vendiendo una fuerza de trabajo a cambio de dinero, y en la marcha del develamiento de las condiciones particulares en las que estábamos inmersos. Desde el principio las cosas no estuvieron claras, los deberes y las obligaciones eran constantemente enturbiados por Ayman y su séquito misterioso. El trabajo me pareció muy duro, pero dada la situación no podía hacer más que ir hacia delante.
Había pensado que era por una relación entre gestión de recursos y afinidad lingüística: Ayman nos unió a Francisco y a mí, el compañero ecuatoriano, en un grupo de trabajo estable al que día a día nos tocaba repartir en una zona diferente de la ciudad o en su radio perimetral. Luego me enteraría que las razones eran otras, que lo que había tratado de hacer era mantener aisladas a las personas recientemente empleadas de las más antiguas, más allá de sus diferencias lingüísticas, religiosas o de otros tipos de sistemas de valores, para de esa forma controlar un estado de situación que había podido instalar hasta el momento, y del que se servía para estafar tanto a trabajadores como a clientes. Y fue así como durante las primeras semanas comencé a conocer la hermosa ciutat condal, desde las zonas modernistas y glamurosas a las vecindades más populares y las urbanizaciones privadas, junto a Francisco, en largas jornadas de trabajo, tirando de pesados carros, tocando timbre tras timbre, y ampliando nuestras dudas sobre la situación.
Los últimos días del mes de octubre del 2005 nos regalaban algo de calor. Repartíamos publicidad por la Sagrada Familia (la porción del Eixample –“el ensanche”– que rodea a la increíble catedral de Gaudí), Sant Andreu, Gràcia... y muchos otros municipios anexados a la ciudad en su imparable expansión desde finales del siglo XIX.[3] El material gráfico era de importantes centros de venta de insumos informáticos, de casas de electrodomésticos, y de oficinas que ofrecían vender pisos, el gran negocio por aquellos tiempos de la “burbuja inmobiliaria”. Lo último que realizamos juntos fue una recorrida por el laberíntico Barri Gòtic, repartiendo los folletos de los recién formados Mossos d´Esquadra, el cuerpo policial de la propia comunidad autónoma, la Generalitat. Mientras tanto Francisco me alertaba, pues él con gran experiencia en aquellos menesteres observaba que la cantidad de papel que nos demandaban repartir era descomunal en comparación con las otras empresas, lo mismo la extensión de las zonas, que correspondían al doble de cantidad de trabajadores. Cuando llegábamos a la oficina y le describíamos hasta dónde habíamos llegado, “El Afortunado” se enojaba con nosotros por aquello que quedaba sin cubrirse, haciendo gala de un impresionante lenguaje gestual.
Lo que dificultaba la comprensión de la situación en la cual estábamos inmersos, era el casi inexistente diálogo intercultural entre los trabajadores de origen latinoamericano y español por un lado, y los de origen magrebí por el otro. Ayman no dudaba en comunicarse en árabe con éstos últimos, buscando constantemente formas de disociación y fragmentación ante las inevitables redes y mallas que se fueron suscitando entre y gracias a las diferencias. Pero en un primer momento, el escenario en que se nos disponía parecía ser un multi-culturalismo de configuraciones irremediablemente aisladas unas de las otras, imposibles de ser conectadas y puestas en comunicación. Las dificultades no pueden convertirse en imposibilidades, y en el terreno de las traducciones e interpretaciones esta consigna es muy valorada, pues implica asumir la existencia de una exploración más allá de los límites asumidos como los naturales desde los diversos puntos de vista (Geertz, 1996). Se trataba, por tanto, de un intento explícito por evitar los encuentros, y del hecho de que los mismos no pueden darse sin pasar por procesos específicos, temporalidades y trayectos exploratorios que habiliten una efectiva transversalidad: aún no se habían dado ni las condiciones ni los tiempos como para poder conocerse mutuamente.[4]


Como un lazo invisible

Ya desde el segundo día se nos había ofrecido una clave para interpretar el tipo de contexto en el que estábamos inmersos. Un “primo” del jefe nos iba a llevar hacia la zona de reparto; cuando llegamos a la estación de metro nos miró y preguntó si sabíamos cómo hacer para colarnos. A partir de entonces se nos exigió que para trasladarnos hacia las zonas de la ciudad y sus alrededores nos arregláramos como pudiéramos. A Francisco todo esto le olía mal; llegamos al fin de octubre, los primero días de noviembre ya habían transcurrido y no habíamos recibido nuestra paga. Fue así que Francisco decidió irse, lo mismo que Sebastián, el cual no necesitaba los ingresos de Ayman con urgencia, ya que contaba con otras entradas de efectivo gracias a sus estrategias desplegadas en varios frentes. Mientras tanto, yo quedaba solo con Pablo, y trabajando con los otros compañeros marroquíes, con lo cual empezamos a entablar una comunicación más fluida, hasta convertirnos en compañeros, intercambiando cuestiones referentes a nuestros rasgos culturales y religiosos, a nuestras idiosincrasias, cosmovisiones y hábitos, y gracias a ello a generar una grupalidad, heterogénea y plural.
Los días pasaban y no surgía ninguna otra oportunidad de empleo, mientras las dudas seguían creciendo. Sebastián, antes de renunciar, me comentó que había oído un par de discusiones de quienes habían trabajado antes que nosotros con Ayman en las cuales le reclamaban la paga de varios meses que éste les debía. Con estos datos aislados, no fue sorpresa cuando llegó el momento de la primera paga y a uno por uno nos fue diciendo que por unos días no contaríamos con el dinero. Mientras tanto, Ayman descubriría que yo vivía en frente a su negocio, algo que había tratado de ocultar para mantener una distancia saludable en una situación que ya se había tornada extraña. Pero al comunicarse con mi amiga buscándome por el teléfono del currículum que le había dejado, ésta le había pasado mi reciente dirección y ya era imposible esconderse. De esta forma, el jefe pasó a tocarme el timbre de mi casa cada mañana, a eso de las siete horas, para ayudarlo en las primeras labores, y principalmente, para acompañarle a buscar los materiales a repartir hasta el polígono industrial de los límites de Bellvitge. Me había convertido sin quererlo en una especie de empleado de otra clase, dada mi cercanía espacial al puesto de trabajo. Con ello sabía perfectamente que me estarían robando una hora diaria, pero el juego perverso que establecía el jefe me hacía sentir que sería segura mi posición, que podría efectivamente cobrar lo adeudado mientras no paraba de buscar otras alternativas, pues yo le era en definitiva necesario.
Durante unos días, la rutina consistía en escuchar el timbre, salir y cruzar la calle, permanecer en silencio, tomar los carros vacíos y salir hacia el metro juntos, en dirección a donde se encontraba el material gráfico y los equipos esperando para salir a recorrer la ciudad. Cuando esas mañanas llegábamos al andén correspondiente, luego de colarnos arrastrando nuestros carros, Ayman, para completar la transgresión, encendía un cigarrillo. Una vez una mujer de procedencia catalana se le quejó directamente, diciéndole que ése no era un lugar para estar fumando tabaco; él la amenazó, reprochándole el porqué se metía en asuntos ajenos, mirándola con ojos desorbitados y encendidos. Ayman era bajo y muy delgado, pero su pose le ofrecía un aura intimidatoria. Con los demás musulmanes era con los que más gritaba, pensaba yo, por tratarse de un estilo de comunicación gestual, una proxémica propia de sus culturas. Nuevamente me equivocaba, ellos le discutían, porque les venía debiendo el salario desde hacía varios meses, mientras que los nuevos trabajadores nada sabíamos al respecto.
A todo esto, comenzando el mes siguiente, luego de haber recibido a escondidas diez euros de su bolsillo, lograba cobrar el resto del salario correspondiente. Un poco más tranquilo, me criticaba a mí mismo por ser tan desconfiado, y agradecía a dios y al destino el poder contar con un trabajo tan cercano a mi casa, con lo cual me ahorraba el transporte y demás molestias. Pero cuando me encontré con los otros compañeros al lunes siguiente, me enteraría que nadie más había recibido su paga, tan solo Sebastián, quien también residía a pocos metros de distancia de la oficina. Al irse Francisco, y por temor a que con Pablo funcionáramos como un catalizador del proceso, por nuestras afinidades culturales, Ayman optó por otra estrategia: me hizo trabajar con Mohammed, Hasan, Nasser, y otros compañeros marroquíes y el único argelino de los presentes. El episodio alteró todo, y la historia de corta duración que se venía gestando, alcanzó un grado de intensidad enorme. Durante unos días más, el trabajo se había convertido en una incertidumbre cotidiana. Y era efectivamente cuestión de días, pero de mucho involucramiento, que requirió de la energía de todos los participantes, no dejando escapar casi nada del resto de nuestras vidas.


Una breve pero sostenida resistencia

Había experimentado situaciones relativas a la explotación en diversos trabajos de campo en investigaciones al respecto, tanto de forma directa como indirecta, participando como acompañante de los procesos y a la inversa, desde los mismos recurriendo a la producción de conocimiento como vía de salida, línea de fuga (Álvarez Pedrosian, 2006). Pero nunca había sido testigo de un menosprecio tal por la vida de un ser calificado como humano, y ello se debía a que en este nuevo escenario multi, inter y trans-cultural estaban presentes otros “modos de dominación” (Weber, 2008), como el tradicional o el carismático, propios de configuraciones culturales donde estos siguen operando con fuerza. Obviamente, en el contexto de la metrópoli catalana contemporánea, estos mecanismos se daban conjuntamente con los hegemónicos de tipo racional e instrumental, en una coexistencia conflictiva de relaciones de poder con lógicas culturalmente heterogéneas, y donde todo ello no se disponía de manera lineal, sino en forma híbrida y discontinua, pues estaba en crisis la propia noción de dominación subyacente en cualquiera de sus manifestaciones (Sennett, 2000). La producción de realidad, en estos escenarios móviles, conlleva la coexistencia de formaciones territoriales, sobrecodificaciones de tipo despótico, y la descodificación y desterritorialización propias del capitalismo (Deleuze y Guattari, 1998).
El caso de Pablo fue paradigmático. Viviendo en las afueras de la balnearia Sitges, a kilómetros de su lugar de trabajo, sin un céntimo en los bolsillos, no podía ni siquiera retornar al recogimiento de su hogar. Ya la situación era insostenible, no podía reanudarse el mecanismo de explotación; quizá ya para nuestro jefe, él no era necesario. Pero dada la desesperación, como signo del estado emocional y de un contexto social específico, Pablo insistía en seguir inserto en la dinámica, aparentemente imposible de ser superada, instaurada mágicamente como una condición eterna. En el momento se vivía como una situación inacabable, aunque todos sabíamos que temprano o más tarde se iba a esfumar. Era una sensación muy especial, previa a un estallido. Pablo estaba sentado sobre unas cajas de papeles, con ojos de profunda decepción; Ayman lo estaba en una silla, fumando tranquilamente un cigarrillo tras otro, sin decir una palabra, mientras los minutos se sucedían muy lentamente. Desesperado, sin poder volver a su casa desde su trabajo, para volver a trabajar al otro día allí mismo, frente a quien no le había pagado lo acordado, lo dejé y me fui a descansar. Pablo logró volver, y luego retornaría al trabajo, pero recién después de algunos días.
De similar complejidad, me resulto comprender la actitud que por entonces manifestaban los magrebíes, en medio ya del proceso de comunicación inter y trans-cultural que se diera en el grupo que terminamos conformando. Una suerte de frustración inicial me embargó por no poder entablar un vínculo más rápidamente y contribuir a converger nuestras fuerzas, al mismo tiempo que era testigo de las condiciones de precariedad y dependencia casi servil de algunos de ellos hacia Ayman. Habían mantenido en silencio lo que ya había sucedido con ellos, tanto por preservar cierto tipo de fidelidad hacia el dominador, como por desconfianza hacia nosotros. No bien se hicieron más fluidas las mediaciones, se dieron los tiempos para estar juntos y nos dispusimos a escucharnos entre sí, emergió un rango de variación del castellano, de más o menos léxico y estructura gramatical según el caso. Ninguno hablaba catalán, pero el francés se hacía muy presente, debido a la escolarización y las huellas generales de la ex metrópoli colonial aún vivas en la cotidianidad de sus ciudades y aldeas de procedencia en Marruecos.
Una de las mañanas, dos marroquíes, un guineano-bissau, un argentino, y un uruguayo, atravesábamos Barcelona de un extremo al otro dentro de una furgoneta conducida por un palestino. Íbamos ironizando acerca de la similitud que existía entre el interior de la misma y los vehículos policiales tanto en Marruecos como en Argentina. Emergieron en el discurso una serie de tópicos todos ellos muy significativos. Sentados entre los fardos de papel, iluminados por los rayos que se colaban entre el techo y los orificios de las paredes, mis tres compañeros más cercanos comenzaron una catarsis con el fin de aliviar el malestar imperante.
Las temáticas planteadas en aquél campo discursivo en tránsito, híbrido y difuso, tenían en común la búsqueda de alternativas a la situación experimentada, a partir de los distintos puntos de vista involucrados. Los quehaceres imaginados conformaron una serie muy significativa: traficar drogas, alistarse en la policía o el ejército, realizar compras con tarjetas de crédito ajenas… actividades que así como eran enunciadas se evaluaban como improbables y hasta delirantes. Pero no habían surgido desde la pura fantasía, sino que eran producto de disposiciones y configuraciones subjetivas presentes en cada uno. Pablo fue quien comenzó, y luego me enteraría que él había estado en prisión en su Buenos Aires natal, así como con posterioridad intentó llevar a cabo la tercera de las opciones planteadas más arriba, por suerte de manera frustrada. Su desesperación, por lo que supe, lo siguió llevando a buscar por senderos peligrosos para su precaria condición de indocumentado.
Entre bromas y risas, mis compañeros se preguntaban entre sí sobre las posibilidades y los inconvenientes de cada una de estas actividades. El tráfico de drogas rápidamente fue descartado, pues todos acordaron en lo difícil que resultaba llevarlo a cabo, de cómo los traficantes eran generalmente capturados. De esta primera opción se pasó a la segunda sin sobresaltos: de infringir la ley a ser un agente de la misma, como dos caras de una misma realidad. Se discutió sobre las posibilidades de alistarse en los recién creados Mossos d´Esquadra. Justamente, en esos momentos, estábamos repartiendo los folletos informativos del por entonces nuevo cuerpo policial, tan controvertido en la política de las autonomías nacionales y regionales de la Península. Paradójicamente, todos opinaban que este mismo cuerpo represivo iba a ser mucho más duro e intransigente con los inmigrantes que los ya existentes.
Entre todos fluía algo nuevo, se trataba de un mayor y más profundo conocimiento inter y trans-subjetivo, una atmósfera de compañerismo que iba enriqueciéndonos de diversas formas. Luego del diálogo sobre la policía y el ejército, Mohammed comenzó a ironizar con escenas por las que podría atravesar Pablo en tanto que militar. Nos decía: “imagínense a Pablo en Irak (en plena guerra), diciéndole a todas las chicas lo hermosas que son, y de pronto, una de ellas que lo abraza y explotan”. Todos reímos con esta broma aparentemente tan macabra, y es que la ocupación occidental de Irak estaba en las esferas mediáticas constantemente presente, y ello era vivido como algo muy cercano para nuestros amigos musulmanes. Además, Pablo se les apareció como un sujeto extremadamente lanzado con las mujeres, haciendo alarde de las formas de relacionamiento de género características del estereotipo del denominado “hombre porteño”, su “cancherismo” (término derivado de cancha, que en quechua significa cercado, y en las diferentes jergas y modismos sudamericanos está asociado a los campos deportivos, por lo que viene a connotar el despliegue de habilidades en un escenario de juego, como el de los cortejos hacia las mujeres en el espacio urbano). Las evaluaciones, las perspectivas proyectadas, los valores puestos en juego desde la cultura de cada uno y más allá en estos espacios de comunicación intersticiales y transversales, daban lugar a que se originaran ideas, emergieran sentidos, se creyera y sintiera, de maneras que no podían ser en su totalidad adscritas a los modelos y configuraciones ya existentes.
Al ir quedando solo entre musulmanes, se me dio la oportunidad de conocerlos con más profundidad. Con Mohammed el vínculo fue haciéndose cada vez más intenso. Nuestras charlas sobre religión me son inolvidables. Charlamos largamente sobre las enseñanzas del maestro en cuyo honor él llevaba su nombre, sobre las verdades reveladas en el Corán, y sobre la vida de un buen musulmán. Respeto por el prójimo, amor a toda forma de vida, salud e higiene, nada de vicios, todas virtudes comunes a los más grandes sistemas religiosos del mundo. Mohammed me hablaba con absoluta certeza, afirmándome que en el Corán estaba “todo escrito”, que no existe nada que uno no pueda encontrar allí, tanto sobre moral como sobre lo que desde hace siglos llamamos ciencia. Y en contra de todo ello, Ayman, nuestro jefe, no respetaba ni una sola de las prescripciones. Cuando nos encontrábamos en la oficina, y entre él y los marroquíes se comunicaban en árabe, yo hacía todo mi esfuerzo por poder comprender aunque sea por dónde era que transitaba la conversación, que siempre me parecía una disputa. A través de la proxémica, de la gestualidad y gesticulación, de los timbres y tonos de voz, y el uso de algún término castellano, podía intuir que se trataba de confrontaciones. Y así era, luego mis compañeros me lo confirmarían, a ninguno de ellos les parecía un buen musulmán, y su actitud en el mes del Ramadán fue la prueba de ello.
Como es sabido, el mes de Ramadán corresponde al noveno del calendario lunar y en él se practica un estricto ayuno diurno, tanto físico como espiritual. En estas circunstancias, y más aún en los tres días festivos que marcan el final del ayuno (el Aid Al Fitr), las prácticas cotidianas –incluidas las laborales– se modifican considerablemente. No sólo no pueden ingerir alimentos, tampoco pueden fumar, ni mirar una imagen que les genere deseos sexuales de forma alguna; en síntesis, no pueden consumir nada, física ni psíquicamente, según una concepción de la materia y del universo, de lo existente, considerablemente diferente a la occidental desde la modernidad. Se me hizo patente la existencia de una distinción más tajante entre lo realmente necesario y lo accesorio o superfluo en estos contextos, a diferencia de la sociedad de consumo donde justamente se trata de borrar una y otra vez dicha distinción. Claro está que lo relevante era la puesta en práctica, la experiencia misma que se traducía parcialmente en los principios e ideales más allá de una correspondencia directa entre el decir y el hacer, pero allí justamente era donde se planteaba el conflicto. La fuerte discusión del grupo de magrebíes con Ayman pasaba por lo apartado que se encontraba éste de todas estas tradiciones y cómo los obligaba a hacer lo mismo: él no dejaba de fumar desenfrenadamente como a lo largo de todos los días, y cuando pidieron los días libres para participar en los festejos juntos con sus familiares, pensando que él haría lo suyo, les respondió en castellano y con una sonrisa burlona: “aquí se trabaja siempre, no hay fiesta”.
Este y otros acontecimientos me fueron permitiendo acceder un poco más a lo que desde fuera parecía ser un bloque homogéneo, un “mundo islámico” tan diverso y múltiple como lo que se encuentra tras toda generalización. No fue el propio Ayman, sino uno de sus esporádicos y escurridizos colaboradores –a veces llamados “primos”–, quien ante mis preguntas me respondiera que el árabe que hablaban ellos, los palestinos, y los otros, los marroquíes, era muy diferente. Me dijo que el suyo era “más puro”, más perfecto, por seguir las normas tradicionales. Que las lenguas y culturas de Medio Oriente y la Península Arábiga se encontraran más próximas a las configuraciones históricas del islam, me pareció más que evidente, dado que fue en dichos contextos donde se gestara la civilización de la media luna, y desde allí se expandiera a lo largo de Asia, África y Europa. Pero jamás hubiera imaginado que entre los propios palestinos existieran algunos que consideraran aún hoy día como inferiores a sus hermanos magrebíes de fe, a sus propios occidentales, los del Poniente (significado en árabe de Magreb).
Parece que los magrebíes corren con la peor suerte desde todos los puntos de vista: no sólo son denigrados por la xenofobia caucásica, sino también por la semítica. Los descendientes de los antiguos habitantes del norte africano, mezclados con bereberes, fenicios, judíos sefaradíes y grupos sub-saharianos, siguen siendo los colonizados de hace ya más de trece siglos, a pesar de haber contribuido tanto a la cultura islámica universal. Por supuesto que esto es diferente en el ámbito de las élites culturales, en diferentes campos y enclasamientos sociales, pero a nivel de los imaginarios en el extenso y para nada homogéneo mundo islámico, la diferencia es importante, y marca las relaciones entre culturas que a los ojos de los occidentales son una sola y misma cosa.
Este detalle también me sirvió para interpretar mejor la situación, para comprender cómo era posible que Ayman tratara de la forma en que lo hacía a sus correligionarios, un hecho que de antemano había hipotetizado en un sentido contrario, creyendo erróneamente, como ellos mismos, que por el hecho de compartir una misma civilización de fondo iban a recibir un trato privilegiado en relación a los demás. Fue todo lo contrario, ya que a la dimensión cultural referida, que como hemos visto incluía esta distinción interna, con ecos despóticos, entre genuinos y no genuinos árabes (y es que efectivamente los marroquíes no son árabes, sino descendientes de culturas arabizadas), se le superponía la máquina desterritorializante del capitalismo contemporáneo que hacía de ellos unos indocumentados, sujetos perseguidos por las autoridades y necesitados de un camuflaje permanente. Algunos habían ingresado a España con pasaportes falsos (de un costo de varios miles de euros) a través de los Pirineos desde Francia; otros, quizá en algún viaje clandestino en patera por el Mediterráneo.
A todo esto, yo ya había tenido mi primer gran enfrentamiento con Ayman. Junto con Mohammed, habíamos ido a Bellvitge en la búsqueda del material con la finalidad de repartirlo en las zonas de la ciudad que allí mismo nos indicarían gracias a los mapas que nos entregarían. Ayman ya estaba perdiendo el control de la situación, me había enviado como encargado de los materiales, todavía en el mes de prueba, sin el contrato oficializado. Cuando llegué a la esquina donde siempre esperaban nuestros compañeros, me encontré con Mohammed, desilusionado, derrumbado psíquicamente, agotado por la situación, pero nuevamente allí haciéndose presente. Fuimos, retiramos el material y cargamos los carros, los cuales no podían soportar el peso del papel. El jefe me había enviado tan sólo con dos viajes de metro, con lo cual nos era imposible ir a la zona de reparto y luego volver a la oficina. ¡Y menos con ese peso! Me había dicho que ante cualquier problema lo llamáramos o fuéramos directamente hacia allí. Tratamos de localizarlo con el teléfono móvil de Mohammed, pero nos fue imposible. Así que decidimos retornar a Gràcia, con una gran carga de papel repartida en dos carros que nos costó tanto siquiera transportar entre las escaleras y pasillos de las estaciones de metro, como unos voluminosos “viajeros subterráneos” que ponían sin quererlo en evidencia algunas de las formas de explotación contemporánea.[5]
Resistiéndonos como dúo, habíamos alcanzado un punto de inflexión en el conflicto. Esperamos a que Ayman llegara a la oficina; ya se había hecho costumbre que desapareciera durante largas horas. Una vez dentro los tres, le explicamos la situación, mostrándole lo pesada que era la carga, lo dificultoso de trasladar para cualquiera, y menos sin contar con los recursos para transportarnos por el sistema subterráneo en una forma segura. Ayman nos gritó, nos dijo que nos fuéramos, que habíamos estropeado todo, que había confiado particularmente en mí y que le había fallado. En ese momento no me importó nada más y estallé. Ya no soporté más humillaciones, no sólo hacia mí, sino hacia cualquiera que compartiera el mismo espacio, la misma red que constituía nuestra pequeña realidad cotidiana. A pesar de haber discutido fuertemente, quedé comprometido para trabajar a la mañana siguiente. Sebastián insistía en que renunciara y utilizara el tiempo en la búsqueda de nuevas oportunidades. Pero no podía desprenderme de buenas a primeras, no había nada próximo a la vista.


Reacciones a la crisis: un desconcertante día de justicia

Por fin los compañeros musulmanes se revelaban, pero todavía sin enfrentarse al jefe. La estrategia fue el boicot. Éramos cinco personas: tres marroquíes (entre ellos Mohammed y Nasser) y dos rioplatenses (Pablo y yo). Pero antes de ingresar en la descripción densa de los acontecimientos, es menester realizar una breve síntesis de las circunstancias previas, una contextualización de la escena que permita captar los significados de lo ocurrido y los sentidos allí puestos en juego.
La noche inmediatamente previa, me había presentado en la oficia a hablar con Ayman, para plantearle la necesidad de tomarme unos días libres y buscar otros empleos, de forma de ir preparando el terreno para mi alejamiento definitivo. Él ya había estado buscándome por casa, llamando por el portero eléctrico desde la calle, pues tenía algo que ofrecerme. Ansioso, no perdió un instante en saludos y fue directamente al grano. Quise adelantarme con mi petición, pero me fue inmediatamente denegada. Justamente estaba buscándome por el barrio para informarme que necesitaba de mis servicios con especial urgencia, la paga iba a ser casi el doble de lo pactado y depositaba toda su confianza en mí para la tarea que me tenía encomendada en la próxima jornada. Después de ello, podía renunciar. Y así fue, resultó ser el último día de unas semanas inolvidables. Necesitaba que oficiara de responsable del equipo, recogiendo los materiales gráficos en el polígono industrial de Bellvitge a su nombre y distribuyendo la carga entre los presentes. “Para ti tengo pensado algo mejor, ascender en la empresa” me dijo, mientras lo que hacía era tratar de ocultarse una vez más, ahora frente a sus clientes. Le planteé que no podía ir a trabajar ni un día más sin los medios para trasladarme por la ciudad, y que exigía para mis compañeros el mismo trato. Se mostró comprensivo y me prometió que al otro día contaría con los viajes asegurados. Y así fue, a la mañana siguiente, antes de salir arrastrando los carros, me dio una tarjeta de metro T 10 con algunos viajes disponibles y el resto en dinero.
Semejante a otros grupos, nos reuníamos en una de las esquinas, donde se ubicaba una gasolinera. Una atmósfera de trasgresión impregnaba esos momentos donde la mayoría de las personas se ocultaban o permanecían lo más inadvertidamente posible por temor a ser identificadas como inmigrantes ilegales. Al detectar la ausencia de Ayman, se despertó una euforia no antes experimentada en común. Cuando les comuniqué lo que había sucedido con él y cuáles eran sus planes –algo difícil dada la gran dispersión reinante–, acordaron inmediatamente en repartir entre todos el poco dinero en efectivo que llevaba para los viajes en el metro. A continuación, alguno planteó la mejor idea de irnos juntos a desayunar con ello. Dos típicos cafés con leche y una caja de cigarrillos sirvieron de insumos para la nueva instancia de diálogo, que se llevó a cabo bajo un hermoso sol otoñal, sentados en algunos bancos y sobre el césped de un parque cercano.
En un primer momento se me cruzaron una serie de reflexiones contradictorias, que me exigieron el rápido análisis de los impulsos que me llevaban a sentir, en ese contexto, algún tipo de responsabilidad sobre los hechos. ¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo? Era como estar fuera del espacio y el tiempo, y a la vez bien inmerso en ellos, en un “acontecimiento”. Los oídos se aguzaron, las miradas se hicieron cada vez más expresivas, los lenguajes fluyeron sin la represión a la que comúnmente se encontraban adaptados por la fuerza de lo instituido, lo que tenía por lo general en silencio a los árabe-parlantes más que no fuera por los intercambios entre sí. Ahora bien, no se trataba de una idílica situación de óptima comunicación. Los intereses no pueden ser aislados de lo que sería una “acción comunicativa” (Habermas, 1989). “No se puede no comunicar” (Watzlawick, Beavin Bavelas y Jackson, 2002), y en toda mediación hay intereses, tanto por lo que despierta el acto en sí como por aquello que lo compone (soportes y mensajes). Lo que sí se puede establecer es una diferenciación en los tipos de intereses en juego, y en este caso, lo positivo de la instancia radica en que no estábamos igualmente tensionados por las urgencias del trabajo y su instrumentalización, y menos en las condiciones particulares como las establecidas por “El Afortunado”.
Pues bien, durante dos horas –en las que compartimos entre los cinco dos café con leche que la amable mujer del bar de la esquina nos permitió sacar en calientes y humantes vasos de vidrio– dialogamos intensamente, con especial interés por la historia y la vida en Barcelona, Buenos Aires, Marrakech, Montevideo y Rabat, salpicado de alusiones a la entonces próxima Copa Mundial de Fútbol y haciendo bromas sobre las dificultades compartidas. Recuerdo el impacto que me generó el relato de Mohammed sobre el matemático y líder progresista Mehdi Ben Barka, asesinado en París en 1965, durante los conocidos en Marruecos como los “años de plomo” del régimen de Hasan II. Descolonización, monarquía, explotación, exclusión social y desarrollo, fueron las cuestiones más relevantes en un intercambio donde intentaba conocer las razones y deseos que lo habían llevado a él y a los demás marroquíes a emigrar hacia Europa.[6]
Pasado el tiempo, los asuntos pendientes y el fluir de lo concreto nos volvían a poner en situación; las fuerzas de lo local nos demandaban tomar decisiones una vez más. Entonces, emergieron las discrepancias y el grupo se fragmentó. Los compañeros magrebíes coincidían en tirar la totalidad del material impreso, ocupar las horas del día en otros asuntos y luego volver a la oficina a la hora prevista. Supuse que les interesaría hacerse presentes en Gràcia, para enfrentarse con Ayman y conseguir, por lo menos, cobrar sus respectivos salarios. Pero no fue así. Primeramente, el dinero para los transportes a través de la ciudad había sido utilizado para otra cosa, y en segundo lugar, aquél espacio-tiempo de libertad que se proponía no aseguraba de ningún modo que posteriormente se concretara la ida hacia la oficina. Más bien de lo que se trataba era de un boicot, pues se prescindía completamente de los acuerdos supuestamente aceptados por todos los presentes. En ese momento se discutió acaloradamente, luego de las horas de diálogo tan amenas y profundas: era momento de decidir qué se hacía a lo largo del día.
Mohammed propuso que nos fuéramos todos a su casa en Badalona, para almorzar y descansar juntos. Resultó muy difícil decirle que no, teníamos un vínculo ya muy importante que nos permitía dialogar disfrutando de la riqueza de la diversidad, pero la situación ya me resultaba insostenible. Necesitaba cerrar y desprenderme de todo contrato laboral con Ayman, y ese era el último día. Planteé que iría hacia la zona que tenía asignada, el barrio del Poblenou (el decimonónico “Manchester catalán”), y que cada uno hiciera lo que quisiera, a lo que Nasser decidió acompañarme. Coincidimos todos en un importante tramo del viaje subterráneo. Dentro del metro, la situación fue saliéndose aún más de control. Mi compañero experimentaba un genuino ataque de risa, y se caía una y otra vez sobre mí y los otros dos. Los efectos del hachís en tales circunstancias lo habían desinhibido por completo. Todos los ojos del vagón caían sobre nosotros, y las distancias volvían a hacerse necesarias con urgencia. Pablo fue llevado a fuerza de engaños por Mohammed, de estación en estación, hasta llegar a su hogar, más allá del río Besos. Pasaron comiendo y mirando televisión toda la tarde. Pero Pablo luego decidió volver a su domicilio en Sitges, cruzando la franja mediterránea de un extremo al otro, y no ir a reclamar el dinero del que tanto dependía, con lo cual afirmaba, nuevamente, el estado de situación en el que se encontraba. Nosotros vivimos toda una nueva aventura, recorriendo el Poblenou entre restos de instalaciones fabriles y amplios espacios en construcción.
Logré convencer a Nasser de que por lo menos trabajáramos en la Rambla –del árabe “camino de arena” (Horta, 2010: 23)– del lugar, en el corazón del antiguo pueblo. Aceptó pero sin muchas ganas, y en realidad, se limitó a esperarme durante hora y media. Cuando vimos la zona in situ, lo pautado en el mapa para ser caminado nos pareció, nuevamente, un disparate sin sentido. Más allá de la sublevación acontecida, si hubiéramos ido al lugar con el material asignado y hubiésemos pretendido caminar toda el área delimitada, hubiese sido imposible de recorrer. Manteniendo el espíritu etnográfico de las experiencias por las que estaba atravesando, decidí seguir a Nasser en todos sus movimientos, compartir lo restante de la tarde según sus propias elecciones, y así conocer más y directamente las configuraciones culturales y subjetivas de los jóvenes marroquíes indocumentados que se desenvuelven en Barcelona.
De estatura alta, vistiendo una chaqueta de cuero negra, siempre muy bien rasurado y peinado con gomina, se movía por la ciudad como un alma libre, por encima y más allá de cualquier dificultad que lo aquejara. Vivía con la familia nuclear de su hermano, el cual tenía un trabajo legal de ingresos medios. Parecía muy seguro gracias al soporte de su red de parentesco, y las necesidades de dinero en efectivo no eran tan dramáticas como en la mayoría de los otros casos, aunque la obligación de contribuir en los ingresos del hogar era cada vez más insoslayable. Se manejaba como un gran conocedor de las calles, como alguien que no tiene límites inmediatos, que no se preocupa por las circunstancias del momento, las cuales siempre de alguna forma podían serle favorables. Cuando nos volvimos a reunir y se le pasó un poco el hastío provocado por mi insistencia en trabajar aunque sea unas pocas horas, caminamos por el Poblenou dialogando sobre múltiples asuntos y buscando algo para comer.
Contábamos con algo así como dos euros entre los dos, muy poca cosa. “No te preocupes –me dijo–, vamos a ir a comer, acompáñame y verás”. Nasser me llevó hacia un mercado de alimentos dentro de un centro comercial y me mostró cómo hacía para comer sin pagar, tomando algunos productos y escondiéndolos en su chaqueta. En ningún momento se mostró perturbado por la situación, mientras yo seguía en mi asombro, que ahora me exigía concentración para no delatar a mi compañero, ya que la tensión de esta actividad me era absolutamente desconocida, y estuve a punto de estropearle todo el operativo. Al salir nos topamos con un accidente de tránsito, un automóvil se había llevado por delante a un motociclista. Luego de un tiempo considerable, volvimos por fin a la oficina, entregamos los carros, y de esa manera culminé mi última jornada con una inigualable sensación de placer.


Final de juego: los destinos de la multiculturalidad

Desde el Ecuador hasta Pakistán, aquí al costado de BarcelonaDonde la gente pasa a mirar, porque la tristeza está de moda.Como sardinas con minifalda, vendiendo el cuerpo comprando almasNo es un pecado si es por el pan, sudar las sabanas del Raval.

Las razas , los rezos, las risas roncas / Los ramos, rameras, las rosas rojasLa rima que rime con remendar / Los ratos rotos en el Raval.

Desde algún Manuel Vásquez Montalbán, hasta un chabón argentino y rastaAquí esta toda la humanidad, entre Sant Antoni y las RamblasComo un puchero pero de razas, pasa un milagro que nunca pasaSe besan solos en un zaguán, la marroquí con el catalán.

Las razas , los rezos, las risas roncas / Los ramos, rameras, las rosas rojasLa rima que rime con resignar / Los ratos rotos en el Raval.

Yo dejé la ruta y encontré un caminoPor las aceras del barrio chinoHay un poco de luz en esta oscuridadEs una enciclopedia de la humanidad

Las razas , los rezos, las risas roncas / Los ramos, rameras, las rosas rojasLa rima que rime con respirar / Los ratos rotos en el Raval.

Rogelio, Ronaldo, rodrigo, Roque / Rosario, Rasines, Rashid, RenéRoberto, Ramones, Regina, Resco / Reinaldo, Rocio, Raúl, Rubén.

La lucha, los ruidos la suciedad / la calle, la plaza, la soledadTe digo, no miento, es la verdad / aquí esta toda la humanidad.

Rotos en el Raval
Di Genova, M. Otros Aires, Barcelona-Buenos Aires, 2004.



En las dos semanas siguientes el proceso se aceleró y decantó en un desenlace, cuando junto a Sebastián y Pablo nos encontramos por las calles de la Vila de Gràcia con quienes habían dado la oportunidad a Ayman de establecer su negocio, un padre y su hijo por años dedicados al negocio de la correspondencia local. Lo “fugaz”, “fortuito” y “laberíntico” propiciado por el carácter urbano del barrio (Hiernaux, 2006), antigua villa autónoma de callejuelas peatonales y decenas de plazas, determinaba nuestras posibilidades, por lo que tarde o temprano el encuentro en lo cotidiano iba a producirse. Ellos estaban perdiendo mucho más que nosotros, y por fin podíamos tender el puente, establecer el vínculo en ese aparente espacio vacío en el cual Ayman jugaba ocultando de un lado y del otro como estrategia fundamental. Ignacio padre e Ignacio hijo, no salían de su estupor: habían sido estafados desde hacía ya meses, por una suma de miles y miles de euros. Furgonetas inexistentes, un robo inventado de la oficina, distribuciones en pueblos y otras localidades que jamás se realizaron, todo ello había demandado el pago mensual del dinero para los trabajadores, que jamás recibimos salvo un pequeño porcentaje. Ellos eran los intermediarios, a su vez, entre Ayman y la empresa de Bellvitge, la cual era a ellos a quienes les había destinado los encargos y ahora dirigido los descargos por los incumplimientos de este.
Durante un par de días, la situación se nos hizo realmente difícil. Digo se nos hizo, pues tanto Sebastián como yo, al vivir a unos metros de la oficina, estábamos dispuestos en el contexto de una forma muy diferente a la del resto. Convivíamos también con quien había realizado el acuerdo comercial con nuestro jefe, y el encuentro barrial había sido inevitable. Luego de desencadenarse el último suceso antes descrito, Ayman se mostraba paranoico, y con razones para ello. Ignacio padre me encontró nuevamente por la calle, esta vez unos minutos antes del encuentro final, y justamente Ayman pasó por allí, nos vio, y vino hacia nosotros obligándonos a renunciar al diálogo que estábamos entablando. Luego podría ir con el argumento de necesitar tomar distancia de toda esa confusión, de presentar indefectiblemente la renuncia.
El jefe había puesto un gracioso cartel en la puerta: “sólo personal de la empresa autorizado”; los límites se estaban desmoronando. Ya eran muchos los sujetos afectados, y algunos habían empezado a pedirle explicaciones a Ignacio padre y al resto de la familia, que tenían su taller particular ubicado a menos de cincuenta metros de allí. Los magrebíes configuraron un grupo, fuerte y compacto, al cual el resto podíamos acercarnos, pero no importaba mucho. Allí se me hizo patente que a cada cultura le corresponde una forma diferente de gestionar los conflictos, o en otros términos, que diferentes culturas implican diferentes políticas, sentidos y valores según tipos de fuerzas y formas específicas en que se expresan. Lo que al principio me había parecido una actitud de sometimiento, comparado con mis reacciones y las de mis compañeros cercanos en procedencia cultural, ahora se me presentaba como un exceso, una radicalización. De un momento al otro, quienes habían acatado las normas de este terrible explotador, se rebelaban con todas sus fuerzas, exigiendo a los gritos el pago debido, y amenazando primero, y llevando a cabo después, una denuncia ante la policía. Pero no se trataba de un cambio abrupto de valoraciones, sino de otro momento de un proceso conflictivo claramente configurado según lógicas culturales compartidas, en este caso entre un grupo de jóvenes magrebíes y un palestino un poco mayor a ellos, con años de vida en Colombia y en esos momentos buscando instalarse en Catalunya.
Ayman temblaba, nunca lo había visto así. Por fin, pensé, cae el telón. Ignacio padre estaba presente, y lo había estado en una reunión previa, según nos había relatado cuando rompimos el muro de silencio y saltamos el obstáculo construido por las mediaciones de “El Afortunado”, al habernos encontrado en una esquina de nuestro vecindario. En aquella primera reunión, en la cual no estuve presente por no haber sido convocado, según lo relatado por Pablo y por el propio Ignacio padre, los compañeros marroquíes y el único argelino del grupo habían callado, y negado –cuando fueron consultados– casi por unanimidad, que Ayman les debiera dinero, con lo cual nada pudo hacerse. Éste, cuentan, estuvo golpeando la mesa, amenazando con “cortarles las piernas” a aquellos que “habían abierto la boca”. Tanto Pablo, como Sebastián y yo, es decir los rioplatenses involucrados, no podíamos comprender cómo Ignacio y su familia, identificados como catalanes, vecinos desde hacía décadas en la Vila de Gràcia, había depositado su confianza como para realizar un contrato con este sujeto, y para soportar los gritos e insultos de los que él también era objeto.
Así estaba dispuesto el contexto, y su cartografiado no era ni es para nada transparente, liso ni unidimensional (Deleuze y Guattari, 1997; Guigou, 2004). Mucho tiempo después, en uno de mis numerosos encuentros con esta familia vecina, me enteraría de sus fuertes vínculos con un amigo egipcio, de sus varias estadías realizadas en El Cairo, y de una vocación de apertura transcultural al mejor estilo mediterráneo.
En aquella última reunión en la oficina, me encontraba con la totalidad de los trabajadores de origen magrebí, además de Ignacio padre y Pablo, quien estaba como de costumbre a punto de retirarse de la escena, en ese caso yéndose a buscar una respuesta sobre un posible empleo en un restorán. Todos los presentes formaban una elipse, sentados sobre los tablones de madera y recostados contra las paredes. Sobre una de ellas, colgaba un gran mapa postal de Barcelona. Parecía que se estaba esperando que algo sucediera. Intenté ponerme a dialogar con todos los presentes, para que me explicaran qué estaba pasando. “Que de aquí sin cobrar no se va nadie”, me contestó Nasser, y Zaquira, una joven marroquí hasta el momento muy pasiva, encabezaba el movimiento.[7]
Luego de un minuto que pareció ser una parodiar de la Guerra Fría, ingresé en la dinámica propia del acontecimiento. Gritos, amenazas de uno y otro lado… Ignacio padre observaba en silencio, expectante. Ayman, muy alterado, cargaba de cómputos su teléfono móvil y contestaba a unos y a otros. El lenguaje utilizado era exclusivamente el árabe. Pedí que se nos tradujera lo que se estaba diciendo. Zaquira decía una y otra vez que “si se trabaja, se cobra por lo que se trabaja, y ya está”. Para ella era lo justo, lo correcto, lo que dictaba el sentido común, la mínima regla de intercambio, aunque este sea profundamente desigual. Ayman amenazó explícitamente a los indocumentados con el arma con la que venía sojuzgándolos: que si se involucraba la ley en todo esto, iban a salir perdiendo. Zaquira fue contundente, y esta vez lo enunció en castellano, sus palabras fueron una emblema: “te piensas que tengo miedo, si tuviera miedo no me hubiera ido de mi país; ya me fui, y no tengo miedo a nada”. El propio Ayman, tembloroso, llamó a la policía una vez dispuso de crédito en su teléfono móvil. La conversación se escuchaba con claridad, la agente policial no comprendía lo que le estaba diciendo: le pedía una patrulla porque sus trabajadores no confiaban en él y creían que no les iba a pagar. Como era de esperar, la funcionaria le contestó que era un asunto para los ministerios de justicia y hacienda, no para la policía. Entonces terminó la reunión, ya no se trabajó más, y a los pocos días Ayman (“El Afortunado”) desapareció.
La historia permaneció abierta; existieron intentos de generar un colectivo que no tardó en frustrarse, pero varios de los más dañados comenzaron procesos legales, y se hizo un reclamo ante el local de una parienta política del propio Ayman (la esposa de su primo) la cual aparecía como razón social en el único contrato existente entre todos. Luego, quienes lo habían subcontratado –Ignacio y su familia–, se enteraron de que intentó seguir operando, después de un lapso de un mes, con un grupo de nuevos y antiguos trabajadores. Posteriormente, pasaría mucho más tiempo hasta que un día Mohammed tocara en mi portero eléctrico. Había venido para pedirme un gran favor, que testificara en un juicio público contra Ayman, en una demanda presentada por una decena de ex compañeros. Terminé siendo una pieza importante para el desenlace de los acontecimientos. Sin dudarlo ni un instante ofrecí mi colaboración. Fuimos juntos hasta el locutorio más cercano, en la plaza Rius i Taulet del corazón de Gràcia, y allí me puse en contacto con el abogado de oficio que les había sido designado. El mismo me explicó que necesitaban un testigo con mis características: con papeles en regla, y con un manejo del castellano que ninguno de ellos poseía.
En una hermosa mañana me presenté en el juzgado, reencontrándome con todos los involucrados, incluido Ayman. Éste tenía el rostro lastimado, había sido víctima de una golpiza, supuestamente por las innumerables deudas contraídas con muchos otros, y por haber puesto en peligro a sus familiares políticos, al haberlos utilizado como pantalla legal de sus estafas. Pude por fin compartir esta experiencia de la forma más útil que podía llegar a imaginar; el juez abría cada vez más los ojos cuanto más profundizaba en detalles. Ayman simplemente bajó la cabeza, y todos mis compañeros lograron conseguir los añorados papeles gracias al fallo judicial. Después, no supe nada más de ninguno de ellos, tan solo de Ignacio y su familia, quienes mantenían el local tradicional a la vuelta de la esquina de mi casa, con los cuales seguimos un rico vínculo por mucho tiempo más.
El relato de esta experimentación auto-etnográfica culmina aquí, con sus limitaciones, como todo producto cognoscente (Strathern, 1987). Pero del mismo, y como efecto de su intensa reflexividad, se desprenden innumerables consideraciones que hacen a los fenómenos espaciales, antropológicos y comunicacionales en las metrópolis receptoras de las migraciones más heterogéneas y masivas en la contemporaneidad. Como ha sido planteado en diferentes investigaciones relativas a dichas problemáticas, en las llamadas “ciudades globales” (Lie, 2003) están teniendo cita variadas formas de producción de subjetividad que de alguna manera constituyen una nueva era en lo concerniente a la creación de cultura y comunicación. La relación entre lo global y lo local se ve drásticamente alterada, así como emergen configuraciones que no se reducen tan solo a la coexistencia de diferentes formas culturales (multi-culturalidad), sino en las que se generan diferentes tipos de procesos de construcción, y donde se suscitan hibridaciones que propician una trans-culturación, y con ello la aparición de un nuevo tipo de culturas de carácter “mediacional” y “glocal” (Rincón, 2006). Si bien es cierto que los fenómenos transversales y de hibridación son consustanciales al proceso de hominización, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación han permitido un alcance planetario y una multiplicación de las redes generadas por las combinatorias de localidades que abren una nueva dimensión desterritorializante, a veces entre configuraciones provenientes de tradiciones milenarias y otras de modas evanescentes; entre los intersticios del sistema, por debajo, y plenamente dentro de su funcionamiento.
Estos fenómenos no están exentos de profundas paradojas y ambigüedades, tanto epistémicas como éticas; más bien es en ellas donde se encierran los futuros posibles. Mientras cruzaba la ciudad de un extremo al otro, caminando y conversando con Mohammed por la Diagonal, éste recibió una llamada telefónica de su esposa, desde Marruecos, informándole y pidiendo su consentimiento para poder visitar a parte de su propia familia, debido a la presencia de hombres en la misma y a su ausencia física en dicha situación localizada a miles de kilómetros. ¿Era el mismo sujeto el que hablaba por teléfono y el que lo hacía allí, conmigo, delante de mí, corpóreamente presente? ¿Qué significaba todo ello para aquella joven mujer marroquí que de pronto hacía su aparición virtual gracias a los satélites y las cadenas de telecomunicaciones? ¿Cuál era el aquí-y-ahora, y en qué configuraciones era materia de composición existencial? ¿Cambiará drásticamente y en poco tiempo la posición de la mujer, mientras se mantengan otras cuestiones resignificadas, para algunos continuando y para otros transformando las herencias?
Como hemos visto, la comunicación entre sujetos de culturas en principio tan distantes, pero compartiendo una misma condición contextual, experimentando una dialógica rica en diversidad y donde es posible trazar una serie de territorios y conexiones entre los mismos en prácticas concretas, propicia un proceso de conocimiento transversal que indefectiblemente está transformando las culturas locales que sirven de soporte para estos encuentros-desencuentros, claros desafíos para la gestión política de las mismas, como lo ejemplifica el caso de Barcelona. Las calles, las plazas, los corredores de las estaciones y los vagones de metro, experimentados como espacios vecinales y/o laborales –de vida y para sostener la vida–, resistiendo la usurpación de “la ciudad” por los mercados y el constante control sobre las prácticas que caracterizan a “lo urbano” (Lefebvre en Delgado, 2007), pueden servir de escenarios y de catalizadores (Guattari, 2000) en una micropolítica de los espacios liminares e intersticiales, donde se fusionan diferentes procedencias regionales, nacionales y civilizatorias de subjetividades en movimiento, en constante devenir.



Bibliografía


Álvarez Pedrosian, E. (2006) Etnografías del (des)empleo en Montevideo. Ensayos de antropología laboral y micropolítica. Revista LSD y Abrelabios, Montevideo. Edición electrónica, disponible en: http://lsdrevista.todouy.com/PEDROSIAN.pdf.
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Otras fuentes

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[1] “Los límites entre las etapas de esta periodización coinciden con las Leyes de extranjería de 1985 y del 2000 (con dos Leyes: la 4/2000 y la 8/20007), respectivamente; pero no es la aprobación y entrada en vigor de estas normas lo que lleva a la elección de esas fechas, sino los cambios que se producen en el mercado y en otros aspectos institucionales. En 1985, porque comienzan a llegar «otros» inmigrantes distintos a los que teníamos antes, coincidiendo con la entrada de España en la Unión Europea y con el inicio de un cambio sustancial en el «nivel de aceptabilidad» de los trabajadores autóctonos. No es la Ley de 1985 la que produce el crecimiento rápido de inmigrantes en España por una especie de fulminante «efecto llamada», sino que existe un «efecto llamada » que se produce desde el mercado al subir aquel nivel de aceptabilidad de los autóctonos y comenzar a aparecer una serie de «nichos laborales» no cubiertos por los españoles en determinados sectores de actividad/ocupaciones/comarcas concretos de la geografía española.” (Cachón Rodríguez, 2002: 106).[2] El espacio Europeo es, claro está, una construcción. Su proceso es de por sí una problemática ampliamente investigada desde diversas perspectivas científicas y filosóficas, especialmente lo conflictivo de su limitación y distinción frente a lo que queda fuera de sí, siempre hacia el Este, buscando orígenes y nuevos comienzos, de proyectos emancipatorios y reacciones absolutistas (Duque, 2003). Diferentes sistemas políticos sustentados en configuraciones culturales y sus proyecciones nacionales e internacionales fueron generando la Comunidad Económica Europea, posteriormente la Unión Europea, y recientemente la consolidación el espacio Schengen, el cual tiene sus comienzos en la primera de las redes. Se origina desde Alemania, Bélgica, Francia, Luxemburgo y los Países Bajos en un acuerdo firmado en una pequeña comunidad fronteriza de 500 habitantes ya por 1985 (la Europa Occidental Continental), y va incluyendo progresivamente a Italia en 1990, España y Portugal en 1991 (el Mediterráneo Latino Occidental), Grecia en 1992 (el Mediterráneo Latino Oriental), Austria en 1995, Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suecia en 1996 (parte de los Alpes Centrales y Escandinavia), Chipre, Rep. Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania, Malta, Polonia y Suiza en 2004 (hacia Europa Central, el Báltico y cubriendo los Alpes, así como a cónclaves mediterráneos), Bulgaria y Rumania en 2007 (más hacia el Este), y Liechtenstein en 2008.[3] “El 20 de abril de 1897, el gobierno aprobó el Real Decreto por el que se autorizaba a Barcelona a anexionarse las villas de Gràcia y Sants y los municipios de Les Corts de Sarrià, Sant Gervasi de Cassoles, Sant Andreu de Palomar y Sant Martí de Provençals… Una ciudad liberada de las murallas… del mar hasta la montaña. Atrás quedaba la oposición de los municipios afectados, que querían evitar ser devorados por el gigante urbano que ya se intuía. Y también la oposición del gobierno, temeroso de la aparición de una segunda capital que solapase el poder de Madrid.”(Pernau, 1997).[4] “Las condiciones de la nueva economía se alimentan de una experiencia que va a la deriva en el tiempo, de un lugar a otro lugar, de un empleo a otro… el capitalismo del corto plazo amenaza con corroer… aspectos del carácter que unen a los seres humanos entre sí y brindan a cada uno de ellos una sensación de un yo sostenible… Un cuarto de siglo antes había imaginado que el capitalismo tardía había conseguido algo parecido a una consumación final; hubiera o no más libertad de mercado y menos control gubernamental, el “sistema” aún entraba en la experiencia cotidiana de la gente como siempre lo había hecho, es decir, por medio del éxito y del fracaso, de la dominación y la sumisión, la alienación y el consumo… Hoy, sin embargo, estos viejos hábitos del pensamiento no interesarían a la experiencia de ninguna persona.” (Sennett, 2000: 25-26).[5] Pues más allá de llamar la atención del otro vendiendo o pidiendo limosnas, sea en París o en Barcelona: “Bajo la tierra, en el estrecho espacio del vagón donde hay que levantar la voz para hacerse oír, las crueldades de la vida social saltan a la vista, y las miradas se desvían, molestas, exasperadas y un poco avergonzadas. Nos acostumbramos, sin embargo, a las distintas formas de pobreza que se expresan con una particular insistencia en los subterráneos del metro. Nos olvidamos de que estas eran menos visibles hace veinte años –por no remontarnos a las décadas de 1950 o 1960–, en una época en que su aparición producía todavía un efecto de impacto y de escándalo. Hoy en día forman parte del espectáculo de la ciudad…” (Augé, 2010: 55-56).[6] Es significativo –para comprender los imaginarios y las narrativas magrebíes contemporáneas– que en ese mismo año 2005, uno de los historiadores más importantes de Marruecos, Abdallah Laroui, publicaba una obra novedosa y rica en revisiones del pasado reciente de su sociedad, en particular sobre el reinado de Hassan II (Laroui, 2007). En la misma, se hace alusión a la figura mitificada de un Ben Barka martirizado, a favor de otras formas políticas afines al historiador, perfiles socialdemócratas y monárquico-constitucionales.[7] Uno de los rasgos de la inmigración marroquí a la Península es su creciente feminización: “La emigración laboral de mujeres marroquíes hacia países del sur Europa, como Italia y España, hay que situarlo en las escasas oportunidades laborales existentes en Marruecos. En cuanto a las variables socio-demográficas… se trata mayormente de… solteras, divorciadas o viudas, de procedencia urbana y que a su vez se dirigen a las ciudades del país receptor. En su mayoría pertenecen a las clases bajas o medias-bajas y su nivel de estudio es normalmente bajo, aunque casi nunca nulo, coincidiendo con las mayores tasas de escolarización de las zonas urbanas. Entre las principales ciudades de destino se destacan Madrid, Málaga y Barcelona, donde la demanda de servicio doméstico les permite encontrar más fácilmente un empleo… sin dejar de tener en cuenta el peso que el flujo migratorio procedente del Rif sigue teniendo en Cataluña –a medida que se consolida… el de carácter más urbano, procedente de la región de Yebala… se sientan las bases para la inmigración “autónoma” de mujeres marroquíes, apoyadas por la presencia de familiares (hermanos, primos…) afincados con anterioridad. Mientras que los rifeños siguen siendo mayoritarios en Girona, la inmigración procedente de Yebala superaba ya en 1991 a la… procedente del Rif en la provincia de Barcelona, concentrada en la capital y las comarcas bajo su influencia… Barcelona es también la ciudad donde se concentra la mayor proporción de mujeres, alcanzando un 37% del total de los efectivos de esta nacionalidad…” (Samper Sierra, 2005: 158).



Barrios administrativos de la Barcelona contemporánea

Fuente: Ajuntament de Barcelona









Carrer Maria, Vila de Gràcia.

Foto: E. Á. P., 2010.








Distrito 22@, Poblenou

Foto: E. Á. P., 2010.






Vendedores ambulantes de procedencia africana alejándose de la policía
en el Passeig de Gràcia, Eixample

Foto: V. B. L. 2008





[1] Dr. en Historia de la Subjetividad (UB), DEA en Filosofía (UB) y Lic. en Cs. Antropológicas (UdelaR). Docente e investigador en Antropología Cultural y Epistemología de las Cs. de la Comunicación (UdelaR), miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI-ANII).

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