Luces y sombras de la cultura del trabajo.

Publicado en MEMORIAS.UR, Año III – N° 9 marzo-abril, Montevideo, 2005.


Solidaridad, dignidad, pero también ha venido siendo una competencia individualista por migajas. Ahora que nos falta no lo consideremos como algo divino en sí mismo, varía mucho según las condiciones. Recordemos que nuestro mito de origen nos sigue diciendo desde el fondo del inconsciente cultural que el trabajo es el castigo por haber probado del fruto de la sabiduría. Querer conocer nos costó el abandono de una perfecta situación de abundancia y nos puso ante la necesidad de obtener lo vital indispensable con el sudor de nuestra frente. Pero se le suma un segundo sentido dialécticamente opuesto el anterior: el trabajo es concebido también como la vía de realización hacia la libertad humana, el camino de lucha -que es sacrificado, pero que tiene una meta-, la salvación frente a la frustración y las carencias de origen.
Nos sigue pareciendo peligroso pensar al trabajo de otra manera, como algo que no sea ni un castigo ni un sacrificio, sino un derecho y un deber placenteros, quizás el primero en un sentido estructural. Ni la perfección en el origen ni una meta perfecta al final, sino un transitar, un continuo aprendizaje. Es clara la dificultad cuando tuvimos casi dos décadas de estupidez neoliberal saturándonos los oídos. No quedó nada de la cultura sin tocar por esta oleada ideológica del valor del sin valor de mercados fantasmales. Antes que nada creer y crear son las dos actividades que nos hacen ser sujetos, pero qué difícil que es hacerlo desde otro lugar que no esté de alguna manera atado a la malla del capital. El desafío será construir un trabajo digno, decente, para lo cual no puede seguir siendo un castigo trabajar o no trabajar, ser explotado o no ser explotado, una situación sin escapatoria.
Hay elementos que han hecho del capitalismo el sistema hegemónico y para superarlo hay que saber encontrar en qué sustenta su poder. Venimos pensando hace tiempo en la capacidad organizativa del mismo, en el poder físico que tienen sus ejércitos, y cada vez más nos percatamos de la importancia de la manipulación del deseo. Y allí radica su poderío, luego de haber convertido al propia trabajo en una mercancía, haber empezado a generar nuevas mercancías sustentadas en ficciones cada vez más superficiales. Y el trabajo entró en esta marea, y por décadas vino sufriendo este vaciamiento de sentido: para el capitalista era una mercancía más con la cual lucrar. El arma del desempleo logró perpetuar un control social aterrador, sustentado en la desesperanza del “sálvese quien pueda”.
No alcanza con generar trabajo si no se realiza en un espacio social de libertad de oportunidades y elecciones. Y como sabemos que esto siempre se da en un marco determinado, según estructuras montadas que no cambian de un día para el otro, si buscamos reinsertar a quienes han sufrido la desocupación por tantos años necesitamos hacerlo promoviendo con firmeza una cultura del trabajo, un sistema de valores que encuentran en él sentidos emancipatorios. Promoción de políticas culturales, de acciones por parte de las instituciones públicas y privadas, en el cara a cara de las relaciones sociales y en lo que los medios masivos proyectan en pantallas y parlantes (reconstrucción de memorias colectivas, promoción de actividades artísticas, educación orientada al placer por la innovación productiva), todo lo cual nos encamine hacia una nueva cultura con el trabajo como eje principal. Lo más difícil como se sabe será incluir -sin homogeneizar- a quienes no sólo nunca han trabajado, sino que son hijos y nietos de desocupados y que son la mayoría de los uruguayos del futuro (muchos más de los que marcan las encuestas, hay que incluir al trabajo precario y al informal). Lo difícil será establecer esta nueva ética del trabajo, donde la explotación inherente a su condición actual se oriente hacia un cambio más profundo.
No podemos volver al pasado, al contrario, podemos aventurarnos con pie más firme hacia una sociedad integrada en la cual todos los saberes puedan articularse en un espacio creativo y rico en producción. País productivo como se dice, pero no de mercancías en sí mismas, valores de cambio vacíos y fugaces. Producción de subjetividad democrática y socialista; producción de cultura e identidades sobre la base del esfuerzo colectivo y la cooperación en libertad, desde la dignidad que otorga la actividad de transformar el medio en el que vivimos, de ser protagonistas de nuestra propia historia, de ser con orgullo trabajadores.

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