Cartografías de la uruguayidad





Publicado en:
RELEA, Revista Latinoamericana de Estudios Avanzados, Vol. 14, Nº 27: Perspectivas interculturales de América Latina. Carnavalización, mestizaje y heterogeneidad, enero-junio 2008 [impresa en 2009], CIPOST, Caracas, pp. 109-128.
CIPOST (Centro de Investigaciones Postdoctorales de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, de la Universidad Central de Venezuela): http://www.ucv.ve/


Palabras Clave
Cartografía / Ciencias humanas y sociales / Latinoamérica / Subjetividad / Uruguayidad


Resumen
El caso de la uruguayidad –en tanto resultante abierta de una multiplicidad de procesos de subjetivación (de creación de formas de hacer(se) sujeto) genealógicamente determinantes- nos permite evidenciar el carácter artificial de toda forma humana de existencia, su creación y producción permanente, en un grado que quizás en otros casos no encontraremos con tanta claridad. La diversidad de aportes a su conformación poblacional, lo reciente del proceso en su conjunto, y los rasgos resultantes de esta hibridez y su gestión política, la posicionan como un modo de subjetivación privilegiado para un análisis del mestizaje y la heterogeneidad característica de las sociedades latinoamericanas. A continuación, trataremos de caracterizar los diferentes atributos de las subjetividades uruguayas a partir de la sucesión de escenarios, o mejor dicho, en medio de los cambios de escenarios, para procurar no perder de vista en ningún momento que todo esto –cartografía estratigráfica de arqués más o menos donadoras de sentidos en disímiles estados de fuerza- se encuentra en devenir, en movimiento.


Introducción

En este ensayo trataremos de construir una cartografía de los principales sistemas de significación que constituyen el archivo de la identidad uruguaya, archivo reinterpretado a su vez por las sucesivas miradas. El universo de existencia de toda comunidad humana está conformado como un palimsesto, intertextualidad de imaginarios conformado por mitos y otras composiciones imagónicas, que ofician de horizontes de comprensión para las formas de vida que en él se desarrollan y que a su vez lo conforman. Trataremos de trazar, aunque sea a grosso modo, los diversos vectores de subjetivación que en su trama singular le dan consistencia a una realidad particular, al mismo tiempo que incorporamos para ello los aportes transdisciplinarios arrojados sobre la cuestión de la identidad uruguaya y otros fenómenos antropológicos, para evaluar nuevamente el estado de la cuestión a principios del siglo XXI. Como veremos, la sociedad uruguaya es sensible a la discusión sobre su propia identidad, rasgo que también la singulariza. Las causas de ello las encontraremos en la propia trama de su conformación histórica, en la genealogía de imaginarios y sistemas de valores vigentes en determinados períodos y en diferentes grados, según las formas sociales (clases, sectores, enclasamientos) donde emergen, se desarrollan y se disuelven. El caso de la uruguayidad nos permite evidenciar el carácter artificial de toda forma humana de existencia, su creación y producción permanente, en un grado que quizás en otros casos no encontraremos con tanta claridad. La diversidad de aportes a su conformación poblacional, lo reciente del proceso en su conjunto, y los rasgos resultantes de esta hibridez y su gestión política, la posicionan como un modo de subjetivación privilegiado para un análisis del mestizaje y la heterogeneidad característica de las sociedades latinoamericanas. A continuación, trataremos de caracterizar los diferentes atributos de las subjetividades uruguayas a partir de la sucesión de escenarios, o mejor dicho, en medio de los cambios de escenarios, para procurar no perder de vista en ningún momento que todo esto se encuentra en devenir, en movimiento.


De Tierra sin ningún provecho a Banda Oriental

Como lo recuerda Daniel Vidart, el actual Uruguay integraba los territorios considerados por la Corona de Castilla y Aragón como “tierras sin ningún provecho”. Para los europeos de entonces, esta región se caracterizaba por la presencia de “indios bravos” y tempestades marinas, además de la ausencia de metales preciosos, una vez que los sueños de alcanzar las rutas de la plata hacia el corazón del continente se esfumaron, no sin dejar en el nombre del “río como mar” su impronta. Pero mientras la invasión se retrasaba, dándoles una tregua a las diversas parcialidades indígenas que lo habitaban, los criollos tempranamente aparecidos en el corazón de la región (Asunción del Paraguay), desparramaron ganado vacuno en este “desierto verde” de la “Vanda de los Charrúas” que rápidamente pasaron a colonizar. Esto atrajo a los primeros europeos que entraron en un contacto más sostenido con las poblaciones originarias. Los movía el negocio del corambre, la carne y el cuero de los millones de vacunos que se reproducían en libertad.[1] El paisaje humano de entonces no era para nada homogéneo. Una de las características de la Banda Oriental del río Uruguay era la presencia de variadas parcialidades indígenas compartiendo un vasto territorio según tipos de movilidad más nómade o más sedentaria según ecosistemas particulares. En otro sitio, hemos realizado una cartografía específica a partir de la información y los indicios que los arqueólogos y etnohistoriadores poseen, síntesis para nada sencilla por la prematura desaparición de estas etnias y las pocas huellas culturales que los trascendieron.[2] Dejando ahora de lado una genealogía que se remonta para algunas teorías más o menos hacia el 11.000 a. C., lo importante de destacar es la hibridez pre-existente a la llegada del europeo, apreciada en un principio, ignorada después, y recientemente revalorizada: grupos de bandas de cazadores-recolectores esparcidos por todo el territorio y diversos grupos de ceramistas canoeros que van sucediéndose por los grandes ríos de la Cuenca platense y los montes aledaños. Charrúas y guenoas en el primer tipo; chaná-timbú-beguá (amazónicos) y guaraníes en el segundo, cada cual con su lengua y cultura propia, diferenciados sustancialmente por remontarse a diferentes oleadas de las migraciones generales del continente y a miles de años de construcción de identidades étnicas. Frente a todo ellos, castellanos, gallegos, genoveses, asturianos, catalanes, canarios, andaluces, portugueses, y pronto franceses, ingleses, irlandeses, daneses, etcétera, empezarán a arribar lenta y precavidamente primero, e imponiéndose con agresividad después. Si nos remontamos tan sólo doscientos cincuenta años, nos encontraremos efectivamente con un cuadro “dramático”[3], donde la hibridación surgida del encuentro-desencuentro quedó pautada por la violencia, la asimilación y aculturación más etnocéntricas. El proceso fue similar al de todo el continente americano; los que más tiempo lograron sobrevivir fueron los charrúas, hasta las políticas genocidas de exterminio masivo acontecidas en el contexto de la formación del Estado uruguayo. El producto híbrido de todo esto, por excelencia, fue el criollo de la campaña, por momentos gaucho nómade, y por otros, paisano sedentario. Encontramos diferentes creencias y saberes sobre la vida en un paisaje común –el medio rural– que se trasmiten a los nuevos descendientes mestizos, productos de este duro enfrentamiento. Posteriormente, en la conformación de los mitos de la nueva nacionalidad en la segunda mitad del siglo XIX, reaparecerá la subjetividad indígena en cuanto tal, pero resignificada junto a la también menospreciada figura del gaucho, desde el naturalismo que el pensamiento romántico hegemónico en la clase política capitalina, profesaba por entonces. Como bien dice Bustamante,[4] se trata de la paradójica valoración de la barbarie por parte de quienes la aniquilan y la vez se encuentran en una precaria situación de inferioridad, que la sienten en relación a las sociedades virreinales vecinas más opulentas, como la de Buenos Aires, capital virreinal al otro lado del río ancho como mar, más cerca de la mirada del Occidente al que también querían pertenecer. Se da así a través del ‘indigenismo’ de los hacedores de la Nación, una reivindicación del orgullo feroz de los indios y gauchos, la ‘garra charrúa’ como se dice hasta hoy día, que aparecerá por estos devenires sociales posteriormente a mediados del siglo XX asociada al fútbol, a las hazañas del país petiso al que posteriormente nos referiremos. En el período que media entre la llegada de los europeos y el exterminio, y entre éste y la invención de la Nación, las hibridaciones fueron muy distintas, así como distinta es la presencia o ausencia de los rasgos culturales allí constituidos. Pero en ambos procesos, la ciudad-puerto de Montevideo aparece enfrentada a todo lo que se encuentra extramuros. Desde su origen, como fuerte militar habitado por un contingente de familias canarias, Montevideo se opuso al territorio que administrativamente le tocaba controlar desde un comienzo. Una oposición campo/ciudad, operará en el imaginario social, en la construcción de identidades, y en los destinos políticos de allí en más. Y es que la diversidad en formas de ser y hacer(se) sujeto, los diferentes modos de subjetivación, se vieron claramente polarizados entre la ciudad-puerto y el campo. En la urbe, los modos europeos de variados orígenes se fusionaban según un ideal en común, el de la modernidad gestada en sus metrópolis, mientras que las formas híbridas surgidas de otros europeos junto a los remanentes de los indígenas se afirmaban en la libertad de un territorio sin límites. El gaucho, como bien lo ha expresado Ares Pons[5], era el paradigma del homo ludens: se trataba de un anarquista a caballo, sin arraigo natal en muy precarios núcleos monoparentales, entregado a deambular libremente y comer al aire libre, al alcohol y el juego de cartas, sin autoridad alguna, tan solo con una fe de un huérfano que es cristiano frente a la muerte, y entrega toda su pasión a la figura política del caudillo. En un contraste abismal, la clase acomodada montevideana desarrollaba intramuros una atmósfera europeizante muy sólida, y se van acentuando los viajes trasatlánticos a las metrópolis tan veneradas. Emerge así una clase local, los Patricios, con un ala intelectual, los Doctores. Éstos se caracterizarán por orientar sus valores e ideales hacia la Europa Occidental de entonces, principalmente en el modelo de París como ciudad-luz. De allí surgen, y quedan profundamente anclados en la identidad, rasgos que hasta la actualidad perduran, según modificaciones que se fueron produciendo a lo largo del siglo XX. “...Un grado de vinculación con la ciudad, de apego a formas civiles... sobreentendido en lo anterior, esta también que la calidad patricia significa un determinado nivel de cultura, aunque esta cultura no tenga por que ser entendida en un sentido estrictamente intelectual, libresco, sino en el más vasto, de un perfil vital que se sostiene en el núcleo de creencias y en la actitud que ellas determinan... encubre una efectiva pluralidad de sectores (estancieros, comerciantes, letrados, eclesiásticos)... el Patriciado es un concepto de ‘clase fundacional’ especialísimo, con conflictos interclasistas, que son fuertes, pero menos intensos de cualquier manera que las efectivas solidaridades que los une...”.[6] De espaldas a las poblaciones híbridas semi-nomádicas del medio rural, un modelo cultural consiguió su consolidación en la insularidad, renegando de todo lo que sea latinoamericano tanto como ibérico. De allí vendrá cierta negación del pasado español, una profunda admiración por galos y anglosajones, y en un principio la negación de lo concerniente a los indígenas locales exterminados. En Montevideo también se concentrarán los grupos de origen africano, arribados por el sistema de la esclavitud, e influyendo desde el comienzo en las costumbres y formas culturales de la ciudad. También se concentrarán, opuestamente, en los territorios más alejados y de difícil acceso para la administración política de entonces, en el “lejano norte”, contra una frontera seca muy movediza y cambiante por entonces, concentración que se alimenta de esclavos en fuga y libertos provenientes del Brasil imperial.


De la fundación de la Nación a la República Modelo

A partir de este magma primigenio, la nueva sociedad oriental se alzará sobre el territorio con sus características particulares. José Artigas, logra en los años de la Revolución, a principios del XIX, formular y llevar a la práctica uno de los pocos intentos de una sociedad alternativa, nacida desde el encuentro-desencuentro efectivo. Como bien sabemos, la Liga Federal fue apagada por traiciones locales de todo tipo, las provincias del Litoral y Córdoba fueron anexadas dentro de la monárquica-burguesa clase acomodada de Buenos Aires, y la Banda Oriental queda convertida en un tapón entre dos grandes naciones que estaban gestándose, Argentina y Brasil. Surge un Estado de formato moderno, extendiéndose sobre un conjunto de subjetividades a disciplinar que ni siquiera corresponden a un nacionalismo esencialista como en los centros de Occidente o las regiones americanas con culturas indígenas instituidas muy fuertes. Se construye un aparato sobre formas humanas que no están enraizadas en un milenario origen, que son cualitativamente distintas, que hicieron emerger valores de una identidad no totalizante como las europeas o las indígenas preexistentes. El intento artiguista por trasformar a aquella masa campesina híbrida y semi-nomádica, en sujetos autónomos, en la gestación de una identidad fundada en lo propio, en la manera de ser que se proyecta desde su singularidad emergente en esta región del mundo, y donde la federación entre provincias era indispensable para la democracia, fue frustrado, y sucedió lo inevitable: se convirtieron en la masa pobre del campo, en los peones de las estancias, en la población necesaria para conformar una jerarquía social dentro de un Estado que se crea artificialmente antes que una Nación.[7] Nace así la sociedad uruguaya propiamente dicha, hace tan solo menos de doscientos años, con la implantación de sucesivos modelos de modernización dirigidos desde sectores sociales claramente identificables por toda cualidad cultural imaginable. Pero la implantación de políticas paraestatales no fue nada sencilla, no fue fácil acallar las guerras civiles que se sucedían sin cesar en los primeros años de la Independencia, luego de la traición de la que fue objeto Artigas, tanto de pequeños caudillos de esta provincia como de las otras, y por la participación directa de las potencias europeas en el destino del Sur. Gran Bretaña ejercía su influencia económica por excelencia, Francia la cultural. En el pasaje de los siglos XVIII al XIX, se define el carácter antropológico de esta sociedad, que recién a principios del XXI es fragmentado; nos referimos a la famosa tríada Pradera-Puerto-Frontera. Extensiones libres a disciplinar desde los centros urbanos que irradian un liberalismo periférico ante la realidad del contrabando y una vida de ósmosis fuera de las leyes, a lo largo de la extensa frontera administrativa en la mitad norte del territorio abrasilerado en sus rasgos principales hasta entrado el siglo XX, y que ha dado hasta la actualidad la proliferación de culturas locales de frontera, con diferentes portuñoles como lengua propia. La estructura del campo político también queda conformada, blancos y colorados emergen del magma de las divisas criollas, pasionales de la Patria Vieja, superpuestos por partidos liberales de distintas naturalezas así como conservadores que se solapan al viejo trasfondo pasional en las próximas generaciones de fines del XIX y durante el siglo siguiente. La sociedad uruguaya tendrá de allí en más, además de proto-clases sociales como el patriciado instalado desde los tiempos de la Colonia, los latifundistas que se repartían todo el territorio nacional en pocas manos, y una masa dominada casi por completo, una diferenciación a su vez en los términos de divisas, que luego del proceso civilizatorio[8] posterior a las guerras civiles, harán de esta sociedad un campo político dual, de dos colores, que expresarán distintas ideologías a lo largo de la historia, siendo por siempre los dos partidos más antiguos del continente, fundamentales para concebir mentalidades y sensibilidades particulares de la uruguayidad, más allá de títulos, en lo que hace a los vínculos entre la pasión, la ideología, y la acción social efectiva.[9] Las generaciones posteriores se encargarán de construir los ideomitos fundacionales de una nacionalidad originada en un vacío imagónico. Surge así, de la mano del romanticismo —y su trabajo sobre las emociones y la sensibilidad explícitamente—, toda la parafernalia de la Orientalidad, y de la mano del positivismo, —ocupado de su contraparte racionalista en lo que hacía al dualismo en la cosmovisión occidental de entonces— las formas de las instituciones, su instrumentalización, como en los centros de irradiación de la occidentalidad de esos años, el disciplinamiento y el despliegue del dispositivo panóptico. Pero en una retarda, en un desfasaje insondable tan solo con violencia, entre el modelo imagónico y la presunta nacionalidad prima, magma ideal a su vez a formalizar, que no existe en realidad, es pura especulación positivista con formato romántico.[10] Es desde allí desde donde reaparecen las figuras como la de Artigas, tópicos poéticos como la bravura de los charrúas, pinturas representativas de acontecimientos como El desembarco de los 33 Orientales, la llamada Cruzada Libertadora, etcétera. Para el Centenario, cuando se conmemoran los cien años de independencia con muchos acontecimientos, publicaciones, hechos trascendentes en la historia social, la sociedad uruguaya busca mostrarse como atractiva para los destinos de posibles contingentes humanos europeos, para lo cual se resalta la carencia de indígenas, y las semejanzas con naciones paradisíacas se establece en la fórmula del imaginema de la Suiza de América. Comunidades agrícolas rusas y helvéticas contestan al llamado.[11] En los centros privilegiados directamente por el proceso de modernización, se vivía el auge de la Belle Époque, atmósfera burguesa rebosante de sofisticadas semióticas que se conmovían con el dinamismo y las promesas de un mundo rápidamente dilapidadas por la Gran Guerra. Es así cómo la República se convierte en el destino de cientos de miles de emigrantes europeos que habían llegado en busca de una vida digna desde Europa y el Medio Oriente empobrecidos, plagados de guerras y masacres. No hubo ningún problema para asimilarlos al Uruguay. Se contaba ya con la existencia de diversas instituciones occidentales, profundamente positivistas, ya engendradas en el período anterior, que encuadraban la vida de los sujetos, desde la primer generación nacida aquí: la escuela principalmente, más que el ejército o la iglesia como en otras sociedades vecinas. El sistema educativo propulsado por José Pedro Varela y sus resonancias ideológicas (pública, gratuita y obligatoria) configuró, además de cierta equidad distributiva en el capital cultural, una homogenización de las diferencias tan vivas, que daría a la postre los cimientos de la clase media uruguaya característica de todo el siglo XX. Las relaciones de los grupos de emigrantes con sus culturas de origen serán muy variados: colectividades como la judía que representará un bloque de intereses comunes claros, los españoles e italianos desperdigados en sus regionalismos, instituciones sociales de todo tipo como escuelas y centros culturales enmarcarán la presencia de un origen trasatlántico que vivirá en la dimensión de las tradiciones familiares, tiñendo desde los gustos la cotidianeidad de una cultura en plena formación. En 1880 la población extranjera alcanzaba casi al 50% del total, en 1906 desciende a un 17,4 %. Se acepta un poco esquemáticamente, que los de origen francés se dedicaron al comercio urbano, los vascos a la lechería, los italianos a la agricultura y el trabajo en la construcción, los españoles en pequeños comercios minoristas, las mujeres en particular en los servicios domésticos, y los pocos ingleses a la modernización de la producción ganadera. En 1919 comienza la última gran oleada migratoria con cualidades particulares: ahora se trataba de refugiados de las guerras y el hambre: armenios, judíos y españoles republicanos; alemanes, húngaros, checos, lituanos, rusos, polacos, libaneses, etcétera, migración que se extendió firmemente hasta principios de los treinta. En lo que concierne a la expresión de las crecientes barriadas populares, a la vida rioplatense de principios de siglo, en los atestados conventillos urbanos montevideanos y en algunos lugares del país, surgirá, en resonancia directa con Buenos Aires y en menor medida con Rosario, la cultura popular del tango, de la vida de arrabal, una sensibilidad nostálgica, nuevamente de desarraigo, de pérdida, que impregnará a toda la sociedad en su conjunto sin excepción, en una lucha por ser valorada como digna desde los códigos hegemónicos de los Patricios, quienes luego también se lo apropian blanqueando sus presuntas pasiones desenfrenadas.[12] Con el mayor proceso de modernización de la sociedad quizás hasta nuestro días, durante las presidencias de Batlle y Ordoñez (1903-1907 y 1911-1915), se habían dado las condiciones objetivas propicias para conformar una clase proletaria, resultado de la industrialización, así como una clase burocrática dentro de la media, ensanchándola lo más que se pudiera. A diferencia de otras formas populistas, a diferencia de otras formas de política social que habían tomado o en el campesinado o en el proletariado sus sustentos, en el Uruguay lo es la clase media, resultado de las primeras generaciones de los hijos de emigrantes, de algunos propietarios rurales pequeños, de profesionales altamente educados en la cultura occidental céntrica, y de ciertos sectores de las masas populares que gozaron de algunas mejoras en su calidad de vida. Miles de obreros españoles, muchos anarquistas, comunistas y algunos trotskistas, conformarán las instituciones sindicales. En 1904, año en que los blancos son derrotados en el campo de batalla, y que el batllismo comienza a afianzar su dominio estatal sobre toda la sociedad, en Montevideo se funda el centro de estudios Carlos Marx, para el desarrollo de las concepciones materialista dialécticas. Como bien se puede observar, la existencia de hiatos, de distancias abismales entre lo que sucedía en el medio rural y en la capital concentrada y progresivamente poblada de contingentes trasatlánticos, hacen de la realidad social una cuestión muy fragmentada, donde la organización estatal pondrá su matriz organizadora de allí en más de tal forma, que la sociedad uruguaya en el siglo XX se comprende o no según se analicen estos años, donde los actores sociales superan tan solo los trescientos mil.
Una poderosa clase media, profundamente burocrateísta podríamos decir, se afianza en los pilares de la igualdad social que más bien se refiere a una fuerte homogeneidad de todo tipo de diferenciación cultural de procedencia emigrante y la anulación de la capacidad creativa autóctona y por tanto auténtica, a través de las instituciones estatales, principalmente por la educación como hemos dicho y por la presencia del Estado en todo quehacer.[13] Son los tiempos de los acontecimientos concretos (más que nada en la segunda presidencia) que darán la génesis de uno de los mitos más importantes del imaginario uruguayo hasta la actualidad. Andacht lo denomina bajo el nombre de ‘Mumi’, que sería: “...una narración fundacional protagonizada por un héroe redistribuidor cuyo instrumento de poder es la vida pública alrededor de un Estado todopoderoso. El Mumi es el responsable mítico de organizar el banquete que no tiene fin y al que todo nacido en el territorio real uruguayo tendría invitación asegurada. El personaje histórico José Batlle y Ordoñez, identificado con partido y una acción política concreta, no coincide más que parcialmente con esta figura mítica...”.[14] Las paradojas de estos años de la consolidación de este otro impulso modernizador más intenso, de una Belle Époque patricia cosmopolita, una masa emigrante ferviente de trabajo y una identidad criolla defenestrada, se expresan como dice Trigo en el levantamiento armado de los caudillos blancos del interior concentrados en torno a Aparicio Saravia en 1904. El Estado tapón se alza como el pequeño país modelo. En 1910 habrán otros levantamientos armados revolucionarios donde se da la toma del pueblo Nico Pérez, frente a la segunda candidatura de un Batlle y Ordoñez que se encontraba en París de viaje, el ejército gubernamental de Williman controla rápidamente la situación. Las elecciones lo dan como ganador, y las reglas del juego hacen que los blancos se abstengan de votar en las urnas, y con ello pequeños partidos como el Socialista, en alianza con el Liberal, y otros partidos como la Unión Católica, accedan a la Cámara de Representantes por primera vez.
Se consolida el modelo de una sociedad de clases moderna, pero particularmente ancha en su medio. La Segunda Guerra Mundial y otras como la de Corea, representaron para estas regiones del mundo una suerte de gracia divina, son los tiempos del Uruguay de las Vacas Gordas, de la Suiza de América, como ya se la había bautizado en los festejos del Centenario; lo que en el 1925 se había proyectado cobrara ahora toda su vitalidad existencial. La venta de carnes a los Aliados representa el rublo de mayor entrada de riquezas. Dentro de estos procesos se desencadena el desarrollo de subculturas obreras, principalmente en los frigoríficos, generándose focos importantes en el interior del país como la ciudad de Fray Bentos, o tiñendo porciones de Montevideo, como la Villa del Cerro[15], el Pueblo Victoria, y zonas cercanas, generando junto a otros factores como el geográfico, verdaderas emergencias de nuevas formas identitarias en el seno de la uruguayidad.


De crisis en crisis

Las hazañas futbolísticas en los campeonatos mundiales (primer organizador y campeón en 1930, campeón frente a Brasil y allí en 1950) y los resultados competitivos de las políticas estatales de fomento de algunos deportes como el ciclismo, son los hechos compartidos que alimentan el magma de una identidad social ahora reconocida como pasado reciente. Ideológicamente, como ya hemos dicho, la uruguayidad está íntimamente ligada a la partidización y el desarrollo de la ciudadanía. En estos años se da un fuerte debate en torno al fascismo, al stalinismo, a la presencia de la cultura norteamericana, que conmocionan a toda la sociedad tanto en sus medios como en esporádicos actos de demostración de las adhesiones, que también dejará sus huellas en nuestro imaginario social. Si bien podía quedar algún componente de la hibridez del magma criollo de los primeros tiempos, máxime la incorporación de figuras como las del gaucho por los románticos creadores de los discursos míticos sobre la nacionalidad, la resignificación de la figura histórica de Artigas y demás, las transformaciones de la primera mitad del siglo XX toman cuerpo en la década del cincuenta, y todo rasgo cultural parece remitir a formas abstractas de producción de subjetividad, las emparentadas de una u otra forma con el positivismo. Como siempre sucede, la emergencia de nuevas formas también fue prolífera, de aquellas que escapaban a la homogenización como programa. Son los tiempos también en los cuales el campo político cobra otro carácter; las viejas divisas siguen ejerciendo su profunda dualidad más allá de algunos intentos infructuosos por superarlas, pero la izquierda comienza a tomar un carácter instituido que la hace ingresar en la lucha por las instituciones políticas. Igualmente la estructura de los partidos no se lo permite demasiado, y es el ámbito del sindicalismo organizado en el que esto se lleva adelante y desde donde se gesta otra forma de subjetivación característica de la uruguayidad. Se forja así otro imaginario, contrario al de la República Modelo, el llamado por Trigo socialista-nacional de los sesentas del siglo XX. El caso de la uruguayidad es paradigmático en lo que respecta al carácter con el que se forjara desde los conquistadores al “Nuevo Mundo”. Como hemos visto, desde el siglo XVIII en adelante, una vez establecida la inexistencia de los atributos entonces codiciados (metales preciosos), por necesidades estratégico-territoriales del Imperio, se intenta construir una sociedad de la nada. Ni era cierto que no había nada, como hemos visto, ni era cierto que fuera posible crear a priori una nueva sociedad según los rasgos auto-idealizados de las del Viejo Mundo. El modelo batllista dio un paso más e intentó disponer un formato aún más contemporáneo a las formas de los centros occidentales de entonces. Pero el dinamismo que él mismo propiciaba, no era correlativo a los destinos de toda Latinoamérica, ni se hundía en los cimientos mismos de las clases ya formalizadas en el período anterior, tan sólo ampliaba el Estado, incluía a toda la masa emigrante y sus descendientes en tanto trabajadores a disposición de los sectores propietarios de los negocios de importación-exportación y la agropecuaria, los asociados al Patriciado y sus coextensivos.[16] La clase media comenzó a derrumbarse, pero el imaginario de la República Modelo perduró mucho más. En primer lugar, al instaurarse el reinado del terror con la última dictadura cívico-militar (1973-1984), el freno al impulso de transformaciones posibles elaboradas en las décadas pasadas fue brutal. La uruguayidad fue teñida toda de violencia, paranoia, exilio, en fin, entró en un proceso de disolución patológica, efecto de todos los regímenes fascistas. Posteriormente, luego de unos años de apertura cultural, donde proliferaron expresiones renovadas de la hibridez cultural característica de esta sociedad y tuvo un nuevo impulso el carácter democrático e institucional de su identidad, una nueva política regional se impone frenando nuevamente todo proceso auto-poiético de generación de formas de ser. El neoliberalismo termina por sepultar cualquier nostalgia de la República Modelo, del Estado Benefactor, resquebrajando definitivamente el tejido amortiguador de la antaño sólida clase media heredera de la inmigración. Ahora es el propio Estado el que dice que debe desaparecer, los nuevos modelos de subjetivación ya planetarios instan al individualismo, el consumo y el nihilismo. Por supuesto que se hecha mano nuevamente a los ideomitos ya vacíos, pero efectivos aunque no en la movilización, sí en la parálisis, y con la reafirmación de los aspectos más reaccionarios de la uruguayidad: el miedo y la queja de ser pequeña y estar entre dos gigantes latinoamericanos, despertar una cohesión deprimente, que no pudo contener la realidad de la pauperización de los sectores populares y el empobrecimiento de la clase media. Cuando la crisis económica del 2002, la mitad de los nacimientos se daban en hogares bajo el nivel de la línea de pobreza, la desocupación alcanzó el 22%, y del otro lado del río como mar se derrumbaba el Estado. Si bien la emigración también ya caracterizaba a los uruguayos, se incrementó primero durante la dictadura cívico-militar por razones obvias, y luego por esta crisis económica, que también es cultural. En este escenario, termina por darse el cambio político al llegar el Frente Amplio a la gestión del Estado. La coalición de izquierdas se había formado en 1971, prohibida durante la dictadura, y fue creciendo exponencialmente hasta entonces. Pero el Uruguay ya era otro. Durante décadas los analistas se debatían por si la uruguayidad iba a poder transformarse para dejar de ser hegemónicamente amortiguadora de todo cambio. El conservadurismo de clase media explotó, porque se resquebrajó la clase media que lo sustentaba. Ahora, los herederos de las clases populares más desfavorecidas, de los inmigrantes rurales hacia las periferias urbanas, quienes fueron trabajadores industriales y quedaron fuera del sistema en la gestión neoliberal, vieron cómo las capas medias también se derrumbaban. Algunos críticos han visto, en las formas de subjetivación alternativas a la modelización y su decadencia, que se han ido formando y reproduciendo hasta nuestros días, la misma política ante la hibridez y heterogeneidad real, siempre negada pero resistente, que conforma toda subjetividad, y en especial las latinoamericanas, por el grado de impacto de aquél encuentro-desencuentro de hace cinco siglos. La regeneración de la murga y de los géneros carnavaleros, tan arraigados, la multiplicación de comparsas de candombe y la mayor visualización de la cultura afro, o la proliferación de la música tropical y su consumo por parte de los herederos de las clases más acomodadas, son vistas como una triste decadencia de una subjetividad destinada a la extinción. Filósofos autóctonos como Ardao, se habían formulado una pregunta que se reiteraba recurrentemente: ¿es viable una sociedad uruguaya? El discurso del paisito, del país petiso, de la crítica de la crítica, tampoco había planteado una alternativa al modelo. Si bien es cierto que no tiene sentido la búsqueda de formas modernas nacionalistas, esto no tiene nada que ver con la necesidad de otras formas para subjetivar(se). Si bien la identidad opera como auto-construcción imaginaria, nada más necesario para alcanzar otras formas de subjetivación que permitan la existencia de identidades múltiples y transversales, y acontecimientos de éstos se han sucedido con mayor intensidad en los últimos tiempos. El problema es el de la univocidad de la identidad, la anulación de las diferencias, la negación de los contenidos y formas singulares en un interior para nada simple, contenidos y formas que conectan al exterior con otras identidades; si podemos ahora construir identidades múltiples y transversales que pongan en comunicación las variadas tradiciones y los nuevos aportes en un contexto propicio para la diversidad cultural. En tal sentido, como ya hemos planteado[17], frente al bloqueo de una crisis para algunos comenzada en 1933, se puede apelar a los propios modelos criticados para encontrar en ellos el impulso que ponga en movimiento a la uruguayidad, la cual es un existente a pesar de todas las críticas y presagios apocalípticos al respecto. En primer lugar su trasfondo criollo: abandonar el carácter huérfano y la desvalorización de las propias potencialidades, y quedarse con el esquema articulador del federalismo, truncado en todo el continente. De lo que se incorporó luego con el batllismo o la socialdemocracia positivista: abandonar la meritocracia y el paternalismo estatista, y quedarse con el vanguardismo, la justicia social y el valor democrático. De la generación crítica de la década del sesenta, abandonar el pesimismo racionalista y su triste inacción, y quedarse con el valor de la duda, la utopía y la urgencia por construir un mundo mejor. En las pasiones y los hábitos, en una episteme y una identidad, las formas de ser uruguayo no cesan de transformarse, y se encuentran hoy, como todas, inmersas en el imparable proceso de mundialización de las culturas.



[1] “El cuero llamó, con su resonante parche, a los faeneros criollos de la Banda Occidental del [río] Uruguay, a los bandeirantes portugueses, a los padres misioneros y a los piratas trasatlánticos. Antes de fundarse Montevideo [1726], y antes aun del enclave portugués de Colonia do Sacramento [1680], ya una humanidad de a caballo, formada por aborígenes y criollos, recorría las cuchillas, se alimentaba con la carne gorda y gozaba del aire libre, del espacio sin límites y de la plenitud de la vida ecuestre...”. Vidart, Daniel. El Uruguay visto por los viajeros. I: Paranaguazú: el río como mar. Montevideo: Banda Oriental, 1999, pp. 11-12.[2] Álvarez Pedrosian, Eduardo. Defago, Aurora. “La prehistoria en territorio uruguayo: un esbozo genealógico”. En Revista de Educación del Pueblo, (2ª Época, Nº 87, julio-agosto), Montevideo, 2002, pp. 20-26.[3] Verdesio, Gustavo. “Prehistoria de un imaginario: el territorio como escenario del drama de la diferencia”. En Uruguay: Imaginarios culturales. Tomo I: desde las huellas indígenas a la modernidad. Moraña, Mabel y Achugar, Hugo. (Eds.). Montevideo: Trilce, 2000, pp. 11-36.[4] Bustamante, Francisco. “La implantación colonial y el nacimiento de una conciencia criolla”. En Uruguay: Imaginarios culturales. Tomo I: desde las huellas indígenas a la modernidad. Moraña, Mabel y Achugar, Hugo. (Eds.). Montevideo: Trilce, 2000, pp. 37-38.[5] Ares Pons, Roberto. Uruguay: ¿Provincia o Nación? Montevideo: Ed. del Nuevo Siglo, 1967, especialmente pp. 14-22.[6] Real de Azúa, Carlos. El Patriciado Uruguayo, Montevideo: Banda Oriental, 1981, pp. 29-30.[7] En la poesía gauchesca esto es evidente para el caso de lo que Hidalgo denuncia frente a las fuentes de expresión dominantes: “... El sujeto que será postulado como central por la cultura oficial en la República es un sujeto estrictamente letrado, urbano, blanco, eurocéntrico. Los ‘cielitos’ [género criollo] establecen una práctica discursiva diferente que determina la emergencia de un sujeto criollo que se define como híbrido...”. De Torres, María Inés. “Discursos fundacionales: Nación y ciudadanía”. En Uruguay: Imaginarios culturales. Tomo I: desde las huellas indígenas a la modernidad. Moraña, Mabel y Achugar, Hugo. (Eds.). Montevideo: Trilce, 2000, p. 132. Hidalgo, y el sentir con el que crea y expresa, tienen que ver con la emergencia de un sujeto criollo que reacciona frente a la exclusión social delimitada políticamente en la cultura hegemónica, centrada en la relación entre lo oral y lo escrito, lo ignorante y lo letrado así definido, que se alza como modelo dominante hasta nuestros días, afianzándose progresivamente recién hasta finales del siglo XX con la crisis final de la educación vareliana.[8] Sobre la lucha entre una sensibilidad bárbara y la impuesta civilizada: Barrán, José Pedro. Historia de la sensibilidad en el Uruguay. Montevideo: Banda Oriental-FHCE, 1989.[9] “¿Hay entre lo blanco y lo colorado alguna divergencia radical, aparte de la ciega adhesión emocional fundada en la peculiar conformación anímica de nuestro pueblo?... en rigor no se trata de partidos sino de corrientes... El momento decisivo... se sitúa en la Guerra Grande [1836-1851]. En aquella emergencia, el Partido Blanco agrupó a la casi totalidad de las masas del Interior, bajo el estandarte de la defensa de la nacionalidad contra la intromisión anglofrancesa y el cosmopolitismo montevideano... el Partido Colorado, reducido al ámbito de Montevideo, es dirigido por un círculo patricio dedicado a los negocios de exportación-importación y se sustenta con el apoyo de las escuadras extranjeras y los batallones formados por la multitud inmigratoria de la Ciudad-Puerto. No es de extrañar que, desde entonces, la corriente blanca se radique principalmente en la población del medio rural o en sectores urbanos de esa procedencia, donde predomina la tradición hispano-criolla. Perdura además... cierto hilo histórico que continúa, sino el ideario, por lo menos el sentido americano del federalismo rioplatense. El Partido Colorado, en cambio, tiene su fuerte en los centros poblados, especialmente en Montevideo, y muestra una mayor sensibilidad ante los influjos foráneos y las directrices de la vida urbana...”. Ares Pons, Roberto. Uruguay, ¿Provincia o Nación? Montevideo: Ed. del Nuevo Mundo, 1967, pp. 46-47.[10] “...la gestación de un imaginario nacional uruguayo se realiza en ancas de la organización y consolidación del Estado moderno impuesta, manu militari, por el ejército profesional liderado por Lorenzo Latorre... es el ejército, que precede y procede a la formación del Estado... que compete realizar la tarea sucia de ‘pacificación de la campaña’, es decir, de erradicación y sometimiento de la población rural vinculada a la socio-cultura del gaucho, cuando no de su franca eliminación física... El régimen -liberal en lo económico, prusiano en lo político, positivista en lo social, romántico en su gestualidad- lleva a cabo una simultánea tarea de modernización y nacionalización que va desde la centralización administrativa y policial, la fijación de la propiedad, la sedentarización forzada de la población y la racionalización capitalista de la explotación agro-ganadera, a la disposición de los aparatos de reproducción ideológica del Estado y la promoción de los símbolos y rituales necesarios para la feliz plasmación de un imaginario nacional...”. Trigo, Abril. “La República de los Sentimientos: la sensibilidad romántica al servicio de la Imaginación Nacional”. En Uruguay: Imaginarios culturales. Tomo I: desde las huellas indígenas a la modernidad. Moraña, Mabel y Achugar, Hugo. (Eds.). Montevideo: Trilce, 2000, pp. 147-148.[11] Arocena, Felipe y Aguiar, Sebastián. (Eds.). Multiculturalismo en Uruguay. Montevideo, Trilce, 2007.[12] “...El rioplatense ‘culto’ suele condenar en los círculos intelectuales de Buenos Aires y Montevideo los valores artísticos del tango. Reniega de sus letras lunfardas y quejumbrosas, rechaza su espíritu orillero, critica su cadencia saturada de lujuria, de guaranguería, de alcohol... Rota la censura psíquica impuesta por la simulación social, al árbol secreto del tango asoma sus raíces nostálgicas. Se olvidan las letras chabacanas, desaparece el complejo provocado por una represión voluntaria y el ritmo arrabalero se adueña del corazón desterrado de modo irresistible... no en vano los argentinos y uruguayos han nacido en un ámbito cultural que los obliga, sea positiva o negativa su actitud, a vivir en perpetua lidia o en perpetuo coloquio con el microcosmos sonoro del tango...”. Vidart, Daniel. El tango y su mundo. Montevideo: Tauro, 1967, p. 9.[13] En 1903 la Facultad de Comercio, en 1907 la de Veterinaria y Agronomía: “...Con el mismo criterio se proyectó la instalación de diez liceos departamentales, procurando otorgar en el interior de la República elementos de cultura superior a la de la enseñanza primaria. El objetivo era crear una cultura media no universitaria, para que surgiera una clase media ilustrada que comprendiera a la élite doctoral pero que no estuviera dispuesta a imitarla. Se trata de combatir la tendencia tradicional a seguir las carreras de medicina y abogacía...”. Nahum, Benjamín. Historia Uruguaya, Tomo 6, 1905-1929: la época batllista. Montevideo: Banda Oriental, 1987, p. 11.[14] Andacht, Fernando. Signos reales del Uruguay imaginario. Montevideo: Trilce, 1992, p. 157.[15] Romero Gorski, Sonnia. “Una cartografía de la diferenciación cultural en la ciudad: el caso de la identidad ‘cerrense’”. En Gravano, Ariel. (Comp.) Miradas urbanas, visiones barriales. Diez estudios sobre antropología urbana. Montevideo: Nordan Comunidad, 1995, pp. 93-94.[16] “...Si la ‘dictablanda’ de Terra sonó la alarma en 1933, el estado de compromiso operaría como un eficiente amortiguador por algunas décadas más… Agotada la bonanza exportadora propiciada por las guerras mundiales y de Corea, el equilibrio en el cual se apoyaba la frágil hegemonía neobatllista y su industrialización sustitutiva de importaciones se hundió sin remedio. La agudización de la crisis promovió el reacomodo de las fuerzas sociales y la configuración de las nuevas formas hegemónicas a nivel partidario, estatal y sindical. Las elecciones del 58 señalaron el descontento masivo y un primer desplazamiento del establishment politócrata. A partir de entonces, todo fue un progresivo deslizamiento hacia el neofascismo. Anudada a las fisuras del imaginario de la República Modelo, la ruptura de las instituciones corona una cíclica crisis hegemónica en el plano político-económico y en el plano cultural intrínseca al estado de compromiso, paternalista y amortiguador, que así llegó a sus límites...”. Trigo, Abril. ¿Cultura uruguaya o culturas linyeras? (Para una cartografía de la neomodernidad posuruguaya). Montevideo: Vintén, 1997, p. 14.[17] Álvarez Pedrosian, Eduardo. “Sociedad y cambio político: la necesaria transformación cultural”, contratapa del diario LA REPÚBLICA del día martes 31 de agosto de 2004, Montevideo.

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