El ser habitado. Diseño existencial y procesos de subjetivación







Ponencia presentada y publicada en los Anales del 3er Congreso Iberoamericano de Teoría del Habitar. Montevideo: ALTEHA-FArq-UdelaR, 2013.




Eje 1 Habitar/Comunicar
 

El ser habitado: diseño existencial y procesos de subjetivación

 
Eduardo Álvarez Pedrosian
DCHS-LICCOM-UdelaR / SNI-ANII, Montevideo (Uruguay)
 

 
 



Resumen

 En este artículo intentaremos desarrollar algunos de los alcances de las teorías de los procesos de subjetivación –especialmente presentes en filosofías y planteos del espacio epistemológico de las ciencias humanas y sociales en diálogo con el arte y el diseño–, en lo que respecta a las problemáticas de una teoría del habitar. Los planteos de inspiración heideggeriana han insistido en la necesidad de avanzar en la desustancialización de la concepción de lo humano, para profundizar en lo que Nietzsche ya había esbozado como una concepción estética o compositiva del mismo. La vida como obra de arte en definitiva, implica el análisis de prácticas y hábitos, pero es fundamental hacerlo alcanzando a deconstruir la espacialización, los territorios y territorialidades que nos constituyen como sujetos. Más aún: somos sujetos no solo porque nos disponemos en ciertos espacio-tiempos, sino por ser habitados por espacio-temporalidades, acercamientos y orientaciones que nos atraviesan, entradas-en y salidas-de estados que son devenir, comunicación. Esta “ontotopología”, en los términos de Sloterdijk, se encuentra en el fundamento de toda ontología constructivista, necesaria para la creación de conocimiento innovador en las ciencias humanas y sociales contemporáneas, en especial en aquellas que se sustentan en la etnografía orientada a conocer y generar procesos de creación de formas de ser a partir de prácticas o haceres específicos, diseñadores de la existencia.

 

 
Introducción: más que una transposición
 

Las diferentes operaciones mentales existentes hasta el momento, corresponden tanto a procesos concretos, contingentes y para nada fijados de una vez para siempre, como a valoraciones que también se suman a los mismos, complejizándolos en la multiplicación de niveles y cruces. Es así que la metáfora, y más en general la analogía, ha sufrido diferentes transformaciones junto a las experimentadas por los tipos de subjetivaciones que las elaboran y por las que son elaboradas. Como señala Foucault (1997) en su arqueología de las ciencias humanas, la episteme renacentista se sostenía básicamente en la semejanza como modo de inferencia del pensamiento, dentro de la cual se encontraba una serie específica de configuraciones: conveniencia, emulación, analogía, y simpatía, la más de fondo. El pensamiento clásico de la modernidad implicó una inversión en la valoración de la semejanza en todas sus variantes, pasando de ser lo más elevado a lo más bajo, forma prístina de pensar paradigmáticamente expresada en las supersticiones, fantasías, etc. Sea por el lado empirista fundado en una suerte de experiencia originaria, como en el racionalismo y sus mecanismos abstractos de operatividad neutra y elemental, las metáforas y todo tipo de semejanzas pasaron a ser despreciadas desde el punto de vista filosófico y científico, encontrando refugio en el arte según géneros y estilos posibles. Siglos después, la crisis de los grandes relatos explicativos tejidos en la modernidad inspiró el retorno de las metáforas y su valor heurístico, siendo revalorizada en la misma práctica de las ciencias naturales, reducto aparentemente incontestable de la racionalidad moderna. Es así que en la contemporaneidad intentamos hacer uso del pensamiento analógico sin prejuicio de combinarlo con otras configuraciones analíticas (más aún, se valora su capacidad articuladora y su posición elemental en la cognición, remontándose a Aristóteles, pero haciendo foco en el giro pragmatista desde el segundo Wittgenstein y Austin hasta los planteos más recientes de Putnman, Lakoff y Johnson) (Nubiola, 2000). Igualmente, la cuestión central sigue siendo el aporte, lo que viene a sumar como herramienta de pensamiento y conocimiento. En tal sentido, puede ser muy rica en sus usos como simplificadora y por tanto perjudicial, congelando en imágenes estáticas procesos cognoscentes que requieren movimiento y composición de las ideas.

En la temática que nos incumbe en este trabajo, las cuestiones propias de la espacialidad y las territorialidades han sido objeto de relaciones metafóricas muy potentes y de larga data, tanto en relación a la dimensión epistemológica y de la teoría del conocimiento más en general, como a la ontológica, es decir, sobre la cuestión de la entidades y seres relativos a todo ello. El pensamiento ha sido concebido como una construcción arquitectónica, etc. Pues bien, nuestra propuesta apunta a poner en discusión la forma en que se concibe al sujeto y a los procesos de subjetivación desde el punto de vista de la teoría del habitar, intentando problematizar la noción espontánea del habitar como un complejo de actividades exteriores al mismo, que lo tienen como agente, entidad acabada en sí que opera dentro de una lógica determinada. A pesar de todo, más allá de tomar en cuenta aspectos interpretativos y fenomenológicos, la visión mecanicista sigue anidando en esta metafísica implícita de la subjetividad. En tal sentido, trabajos como los de Deleuze y Guattari han insistido en el camino de la desustancialización de la llamada naturaleza humana, en la senda abierta por el pensamiento nietzscheano, la tradición del idealismo alemán en combinación problemática con el estructuralismo francés y sus herencias formalistas. A pesar de ello, estos insisten en variadas ocasiones en que no hacen uso de metáforas, en que la tarea filosófica es la de crear conceptos, y estos, no trasportan de un lugar a otro cuestiones, suplantando sin más las cuestiones a ser pensadas, pues quedan por tanto sin ser tratadas. No por casualidad ellos mismos son acusados de hacer un uso metafórico de las ciencias naturales y las artes en el dominio tradicionalmente explorado por las ciencias humanas y sociales (Sokal y Bricmont, 1999).

Para nuestro caso este es un tema medular, y por ello constituye la tesis principal al respecto: el sujeto no solo habita en los espacios y tiempos configurados sino que es habitado por espacialidades y temporalidades, más allá de una cuestión metafórica, más allá de un parecido que podamos establecer entre los entornos arquitectónicos y la interioridad psíquica. Conceptualizando de otra forma al sujeto, en la senda de las tradiciones antes mencionadas, y recuperando una “historia menor de la filosofía” con los estoicos, Spinoza, el barroco de Leibniz, el empirismo de Hume, Bergson y otros, podemos plantear al mismo como una composición, donde los elementos se mezclan, conviven, hibridan o coexisten, superando la dicotomía adentro/afuera. Ir más allá de lo fenoménico, de la experiencia cotidiana pautada por la percepción y los sentidos convencionales, nos exige romper con estándares del pensamiento y el conocimiento, lo espontáneo que se instala sin mayores esfuerzos, y las metáforas son un mecanismo muy útil, pero a costa de no dejarnos arrastrar por la comodidad de las suplantaciones, por juegos vacíos y retóricos donde no atacamos los problemas de frente, sino que los esquivamos sin más. En tal sentido, la propuesta de pensar al sujeto como una entidad abierta y radicalmente creativa, donde se genera un adentro como torsión y pliegue del afuera, no es una simple traslación de lo que sería un mundo exterior a un mundo interior: la idea misma del sujeto como un individuo, materializado en su cuerpo e identificado con una personalidad específica, son parte de los mecanismos de construcción de subjetividad y no a la inversa. Exploramos, por tanto, las implicancias de intentar superar efectivamente la “metafísica de los dos mundos”, la dicotomía cuerpo-alma, la disposición binaria con la que aún muchas veces seguimos pensando aunque no queramos hacerlo.

 
 

El afuera en el adentro:
procesos de subjetivación y desustancialización del sujeto


El afuera y el adentro; nociones que parecen desprenderse directamente de la experiencia espacial y ser metafóricamente utilizadas por la filosofía de la subjetividad. En otro contexto hemos profundizado lo más posible en la forma en que el denominado “pensamiento del afuera” (Foucault, 1993) ha podido conformar la caja de herramientas conceptuales para abordar la temática de la subjetividad desde esta perspectiva (Álvarez Pedrosian, 2011a), aquí tan solo vamos a tomar nota del hecho de que la misma configuración y el uso que hacemos de las nociones tradicionales del adentro y el afuera no pertenecen a ninguna experiencia originaria, neutra, que trascienda cierto tipo de configuración cognoscente: es con el pensamiento clásico, tanto empirista como racionalista, aquél que ataca a la semejanza y la rebaja al nivel más primitivo de las formas de pensamiento, que la noción de individuo se alza con toda fuerza en el mundo occidental, y luego pasado un siglo, en el contexto de las diferentes ilustraciones, se consolida la dicotomía, en la forma de dos series divergentes de percepciones y otros procesos mentales, correspondiendo lo espacial a la extensión, como el afuera, y lo temporal a la intensiva, verticalmente, la interioridad. Kant formula esta disposición como un gran adelante en relación al dualismo cartesiano, entre cuerpo y alma; pero es evidente la filiación que se puede encontrar en ello, la continuidad del esquema gnoseológico de fondo. Esto no siempre fue así y no siguió siéndolo, por lo menos en otros niveles existenciales, campos de experiencias específicos, formas de hacer y prácticas que antes, durante y después “se dieron lugar” literalmente. Recién cuando la “materialidad” es trastocada, cuando logramos esbozar otras formas de comprensión de la misma y explicitamos la especie de naturalización de una “materialidad autoevidente”, como se plantea desde la geografía contemporánea inclusive (Lindón, 2007: 75), es posible mover el esquema tan fuertemente instalado en nosotros.

Concebir al ser de lo humano como un ente estético, al sujeto como obra de arte en los términos nietzscheanos, exige pasar de considerar las presuntas esencias que lo fijan a los componentes que lo atraviesan y combinan para generarlo, algo que la “historia menor de la filosofía” deleuziana ha encontrado en Nietzsche, pero antes ya en Spinoza (Deleuze, 1974). Estos compuestos varían la naturaleza de la mezcla resultante, y son de tan disímiles procedencias y poseen las genealogías tan heterogéneas como pueda ser posible; se trata por tanto de una composición heteróclita. “Nietzsche escribía a propósito de la justificación estética de la existencia: se puede ver en el artista  “como la necesidad y el juego, el conflicto y la armonía, se acoplan para engendrar la obra de arte”” (Deleuze, 1994: 51). Ahora bien, de entre los procesos de composición existentes, contamos con la espacialización, la forma de subjetivar el espacio o de espacializar la subjetividad, condición necesaria para la existencia de esta última, por lo menos hasta la actualidad. A partir de esta perspectiva constructivista, hemos intentado definir las operaciones que caracterizan este proceso de espacialización, más allá de la metafísica de la presencia y de la materia. Esto nos exigió pensar en la espacialidad como dimensión de composición de la subjetividad, es decir de formas de ser a partir de prácticas y haceres específicos. Compositivamente, hay espacialización cuando se combinan tres órdenes de fenómenos que hacen rizoma entre sí, deviniendo cada uno en el otro: la serie de aspectos que podemos categorizar como la de las partes extra partes (tradicionalmente asociada a lo extenso, al espacio físico clásico), la de los pliegues o torsiones que generan entornos, ámbitos, nichos, recursividades (tradicionalmente asociada al espacio vital, biológico y ecológico propio de cualquier especie), y la de las mediaciones simbólicas (tradicionalmente el espacio cultural, de las huellas en tanto inscripciones de experiencias y sus dinámicas semióticas de desterritorialización-reterritorialización) (Álvarez Pedrosian, 2011b).

Una última consideración: esta suerte de giro copernicano, donde el mundo que consideramos objeto muestra su hechura subjetiva, necesita de una segunda vuelta de rosca, de lo contrario nos quedaríamos inmersos en un “subjetivismo” para nada saludable, o peor aún, una “personología” totalmente ajena al planteo foucaultiano que, inspirado en Blanchot, buscará en el afuera (“el espesor de un murmullo anónimo”) los “emplazamientos de sujeto” (Deleuze, 1987: 33). Esto mismo es lo que puede discutírsele a Kant y la episteme de la Ilustración en general, a lo que llamamos idealismo en términos generales como la serie de planteos filosóficos que a partir de allí se desprenden haciendo hincapié en la centralidad de la operación cognoscente sobre la existencia. De esta forma se mantiene la dicotomía, del objeto hacia el sujeto, igualmente esencializado el segundo. Ciertamente con el primer movimiento o giro se abre la posibilidad de superar la dicotomía, algo que el hegelianismo justamente buscará alcanzar gracias a la dialéctica, no necesariamente con grandes logros, al volver al espíritu absoluto como síntesis superadora, o los tipos de “humanismos” que se han ido sucediendo antes, durante y después de la escisión kantiana (Morey, 1987). Ya ésta ponía en juego a “la cosa en sí”, aquello que estaba más allá del dominio de la razón teórica y práctica, aunque la dejaba, como es sabido, casi sin determinar. Y es que por definición era indeterminada, pues la determinación viene dada por la subjetividad. Siglos después, Husserl reivindica a la fenomenología como el camino “a las cosas mismas” (el “verdadero positivismo” como llegó a escribir), recuperando problemas y perspectivas dentro de esta línea de indagación filosófica, intentando superar la dicotomía empírico-trascendental heredada por el padre de la antropología filosófica. Su principal discípulo, Heidegger, es quizás el filósofo más influyente del siglo XX, realizando el injerto de la hermenéutica en dicha fenomenología (Ricoeur, 1975), y volcándola a un horizonte conocido como existencialismo, a pesar de no compartir dicha denominación (Morey, 1987). Es, por tanto, en su planteo, donde recalan los mayores esfuerzos por pensar varias de las cuestiones fundamentales de nuestra contemporaneidad, y en especial, las relativas a la espacialidad, la territorialidad y la habitabilidad más allá de la metafísica moderna de los dos mundos objetivo y subjetivo.




Espacialidad, territorialidad, habitabilidad


 Un preámbulo más que interesante a nuestra siguiente sección, donde profundizaremos en los aspectos medulares del planteo, tiene que ver con la propia experiencia espacial y las formas de habitar del mismo Heidegger. Sharr (2009), un arquitecto galés, llevó a cabo una pesquisa por demás interesante al analizar los documentos existentes, las pocas fotografías tomadas y demás huellas de lo que fue la vida del filósofo en su cabaña de Todtnauberg, en la Selva Negra, incluyendo a la propia cabaña y su emplazamiento en la actualidad. Sabido era el rechazo de este a la vida urbana (“abajo”) y su predilección por las formas aldeanas de montaña (“arriba”), en el contexto cultural y social de las comunidades campestres católicas del sur alemán. Sus derroteros por la academia, su relación tempranamente frustrante con el nazismo, y sus largos años de trabajo posterior, fueron acompañados por este habitar aquella pequeña cabaña rústica, de pocos ambientes, materiales y estilo tradicional, que tanto amaba. Sin generar un reduccionismo lineal, es evidente, y así lo manifiesta Sharr, que esta experiencia específica de las espacialidades y las formas de habitar con marcaron tan intensamente a Heidegger arrojan luz sobre la forma en que el mismo plantea las cuestiones relativas a todo ello.

La presencia poderosa de las fuerzas naturales, en especial en la estación invernal, las necesidades habituales satisfechas de formas minimalistas podríamos decir, incluyendo al pensar como una más de ellas, hacen de la cabaña un sitio formidable para comprender la teoría del habitar esbozada por su habitante más famoso. Más aún, como él mismo señalara en algunas entrevistas, y en la línea de lo que aquí estamos trabajando, Heidegger intentaba que la cabaña y su entorno se expresaran a través de él; pues al igual que concebía al lenguaje verbal como una entidad tan poderosa como para hacer uso de los sujetos (similar a las apreciaciones estructuralistas y contemporáneas al gran giro lingüístico que impregnó a las ciencias humanas y sociales así como a la filosofía de la época), la espacialidad podía expresarse por sí misma a través de las formas de habitar, pasando por la mediación del pensamiento como meditación atenta a lo que las cosas mismas tenían para decir.

No hay que esperar a las últimas décadas de trabajo del filósofo, a la famosa conferencia que luego también analizaremos, para encontrarnos con la centralidad del problema del habitar en su ontología existencial. Como bien lo ha planteado Sloterdijk (2011), retomando una de las sentencias de Ser y tiempo (1927) (“al Dasein le es propia una tendencia esencial a la cercanía”), el problema está presente desde la ópera prima, la tesis presentada a su maestro Husserl. Es así que ya aparece esbozada una “doctrina del lugar existencial”, que necesariamente va de la mano con la temporalidad enfatizada en primer plano en aquél monumental proyecto de destrucción de la metafísica occidental, en términos del propio Heidegger. “La investigación de Heidegger llega a perfilar positivamente la espacialidad del Dasein como acaecimiento y orientación en dos pasos destructivos… el concepto de espacio de la física y la metafísica “vulgares” han de dejarse a un lado para que la analítica existencial del ser-en pueda iniciarse” (Sloterdijk, 2011: 263). Aquél espacio de la física clásica y del sentido común occidental por lo menos, no hace mérito a la verdadera dimensión de la cuestión del ser: no se trata de un recipiente (física del continente), creciente-decreciente, de lo macro a lo micro y viceversa, sino de que lo que existe es tal como habita, en el sentido de “residir”, “quedarse en”, “junto a”, estar acostumbrado o familiarizado, es decir habituado, pues la existencia se forja gracias a que la apertura que constituye la experiencia se asegura con acuerdos y anticipaciones: “lo problemático es precisamente el poder-estar-en-casa en el mundo” (Sloterdijk, 2011: 264).

Es decir, lo problemático es cómo nos hacemos un adentro en el afuera, cómo logramos componer algo finito en la infinitud de lo dado. Y en segundo término, aquello que es dado, podemos comprenderlo de diversas formas, la más corriente en términos de la espacialidad ha sido la de lo circundante. Como planteáramos en la sección anterior y retomando los tres órdenes de vectores de subjetivación que hemos definido para la espacialidad (Álvarez Pedrosian, 2011b), ahora nos enfrentamos ante la cuestión tradicionalmente pensada desde la biología clásica, que reúne nociones como las de nicho, entorno, ambiente. Nuestra actitud, constructiva en tal sentido, suma todos los aportes más que negarlos, pero esto solo es posible si nos adentramos al mismo tiempo en la comprensión de aquello que se mantiene implícito, sustancializado en la teoría. En tal sentido, nuevamente el planteo heideggeriano, es radicalmente cuestionador, apuntando a desarrollar lo que llamó la analítica existencial, una de las vertientes más importantes del contemporáneo análisis de los procesos de subjetivación, al poner la cuestión de la pregunta por el ser de aquello que es considerado (nosotros mismos) como problemática fundamental. Y es así que lo circundante, al igual con lo continente, es objeto de crítica; espacio de la física clásica primero, espacio de la biología también clásica después. En tal sentido, el Dasein, el ser-ahí, se caracteriza por ser ya un ser-en-el-mundo, no puede estar exento de ello, ser antes y luego posicionarse en medio de lo dado, es ya una posición y un trayecto hacia las cosas, en y hacia el afuera.

Acaecimiento y orientación, muestran ahora una nueva faceta como desalejamiento y direccionalidad:

"Desalejar quiere decir hacer desaparecer la lejanía, es decir, el estar lejos de algo; significa, por consiguiente, acercamiento. El Dasein es esencialmente desalejador […] El desalejamiento descubre el estar lejos […] Desalejar es, inmediata y regularmente, acercamiento circunspectivo, traer a la cercanía procurándose, aprestando, teniendo a mano [algo] […] El Dasein tiene una tendencia esencial a la cercanía […] En virtud de su peculiar espacialidad, el Dasein no está nunca primeramente aquí, sino allí, y desde ese allí viene a su aquí […] El Dasein, en cuanto ser-en desalejante, tiene al mismo tiempo el carácter de la direccionalidad. Todo acercamiento ha tomado previamente una dirección hacia una zona desde la cual lo desalejado se acerca […] El ocuparse circunspecto es un desalejar direccionado. […] El dejar que el ente intramundano comparezca, constitutivo del ser-en-el-mundo, es un “dar espacio”. Este “dar espacio”, que también llamamos ordenar espacialmente, es dejar en libertad lo a lo mano en su especialidad […] El Dasein, en cuanto ocupación circunspectiva con el mundo, sólo puede cambiar una cosa de lugar, quitarla de donde está, “ordenar cosas en el espacio”, porque a su ser-en-el-mundo le pertenece el ordenar espacialmente –entendido como existenciario […] el “sujeto” ontológicamente bien entendido, es decir, el Dasein, es espacial." (Heidegger en Sloterdijk, 2011: 266-267).

Estas referencias a diversos pasajes de Ser y tiempo, vuelven a dejarnos con el sabor a poco en la boca, o como dice el mismo Sloterdijk, con la sensación de que tira de la punta del hilo pero sin desarmar la madeja. Y es que como es sabido, el proyecto inaugurado con la destrucción no es seguido por la construcción,  y en esto podemos sintetizar la postura y actitud de la filosofía heideggeriana en general. En lo relativo a la espacialidad, la territorialidad y la habitabilidad pasa lo mismo, o mejor aún, es donde esto más se hace evidente, dado el rol que ocupan en la analítica existencial. Para nuestros intereses, lo importante aquí se retener esta idea de que la subjetividad no es una entidad estática, sumida en la identidad como fijación e inmutabilidad, sino que, como la etimología del término “existencia” implica, es ya un salir-se, un transitar que crea mundo. Este desalejamiento, traer ante sí y hacer familiar lo extraño, no muy diferente a visiones planteadas en el mismo siglo XX por ejemplo por el estructuralismo de Lévi-Strauss y el inconsciente ya esbozado por Mauss en la etnología modernista, podemos pensarlo como el rasgo fundamental que da sentido al hecho de que componemos el universo que habitamos gracias a configuraciones que son manipulaciones, no solo con las manos de carne y hueso, más allá de la metáfora, nuevamente, más allá de una transposición. Recordemos el proceso de composición en forma de bricolaje planteado como forma “prístina” de pensamiento en su dirección concreta, en el sentido sensorial y perceptivo (Lévi-Strauss, 1970).

Y es que si bien el racionalismo inherente en el estructuralismo guarda fuertes raíces cartesianas, la fenomenología-hermenéutica de corte existencialista no, más aún, constituye una crítica radical de estas, y en tal sentido, lo extenso y lo pensable o intensivo, el cuerpo y el alma, no están disociados: el pensar es una actividad vital, existencial más, y se da también en su espacialización. Ambas fuentes de pensamiento se encuentran en el llamado pos-estructuralismo, y mejor aún en el “pensamiento del afuera” como forma particular en que las obras de Foucault, Deleuze y Guattari trabajaron: haciendo una crítica de la crítica sobre la matriz formalista, aplicando entonces la filosofía nietzscheana para cuestionar la abstracción estructuralista (Álvarez Pedrosian, 2011a). Es así que el llamado “paradigma estético” (Guattari, 1996) puede erigirse como perspectiva de análisis de los procesos de subjetivación, encontrando en las artes herramientas para pensar y conocer, producir en última instancia dichos procesos, nuevas formas de ser a partir de prácticas y haceres específicos. Pero los “territorios existenciales” encuentran claramente referencias tanto en los bricolajes estructuralistas como en la inherente espacialidad del ser-ahí.

El salto a esto último, a los planteos contemporáneos digamos, implica superar el solipsismo propio de los enfoques existencialistas, tal como Sloterdijk mismo lo manifiesta en su “esferología”, para la cual el encuentro, la conexión con lo otro, lo mediacional, lo atraviesa todo: “El drama esferológico del desarrollo –la apertura a la historia– comienza en el instante en el que individuos que eran polos de un campo de dúplice unicidad salen de él a los mundos multipolares de adultos. Cuando estalla la primera burbuja sufren… un desenraizamiento existencial… En este momento nace para ellos el exterior: al salir a lo abierto… descubren muchas cosas que en principio no parecen poder convertirse jamás en algo propio, interior, co-animado.” (Sloterdijk, 2003: 59). En el caso de éste se hace hincapié en la “paridad”, en el caso de Deleuze y Guattari se trata de algo más, las “multiplicidades”, “lo múltiple como sustantivo” (Deleuze y Guattari, 1997a). Allí es donde, nuevamente, nos encontramos con los límites de esta primera teoría del habitar esbozada en el corazón de una teoría incipiente de los procesos de subjetivación, superación de perspectivas sustancialistas del ser de lo humano, en pos de formas abiertas y plurales de pensar al respecto. Como en su cabaña de la Selva Negra, este acercamiento direccionado a las cosas, que las convierte en parte de mí y en tanto compongo con ellas, es una espacialización, efectivamente, pero muy marcada por la soledad, el aislamiento de otros seres que también se encuentran realizando las mismas operaciones. Superar la subjetividad moderna implica también este gesto afirmativo, ya presente en Nietzsche, donde toda destrucción es seguida de una construcción, de lo contrario la nada se convierte en el par dialéctico por excelencia, o a lo sumo, el lenguaje con sus giros nos envuelve fantasmagóricamente.

Es con estos recaudos que nos dirigimos ahora hacia la obra del Heidegger maduro, considerada como la más relevante sobre el habitar. Pero antes de ello, podemos volver a plantear nuestra tesis a la luz del camino recorrido: las formas de habitar, en tanto composiciones de lo existente para ciertas formas de ser (subjetividades) a partir de haceres concretos, prácticas que consisten en desalejar-se y direccionar-se en-el-mundo, no son exteriores al sujeto, sino que lo constituyen, y en tal sentido, lo habitan.

Heidegger es convocado en 1951 para la dar una de sus conferencias más famosas, en el Segundo Coloquio de Darmstadt, en el contexto de una gran crisis habitacional en la Alemania de la posguerra, luego ya del impase al que tuve que someterse como forma de castigo por sus relaciones con el nazismo. En esta oportunidad, frente a un auditorio conformado por arquitectos, puso en consideración un conjunto de conceptos que siguen siendo de gran utilidad. “Wohnen” tiene diversas traducciones, pero directamente relacionadas con los términos “residir”, “alojarse”, y en tal sentido “vivir”, por lo cual “habitar” es considerado como el más apropiado. Lo primero que se pone en consideración, es el hecho de que “construir ya es habitar”. No se trata por tanto de una fase enteramente disociada de la siguiente, algo que pone en tensión la labor constructiva de los espacios: la forma en que generamos aquello en que residiremos es ya una forma de residir, pues ocurre en el espacio y el tiempo, tiene en juego a las subjetividades involucradas, tanto directa como indirectamente, y en definitiva, no cesa nunca. Esto lo podemos experimentar claramente en aquellas ciudades donde las obras de construcción no cesan jamás, donde las grúas, los sonidos de las máquinas, las fuerzas constructivas expresadas en los grandes flujos de materiales, tecnología, trabajadores, y todo lo que se mueve por ello, son parte cotidiana de la vida de sus habitantes. En algunos casos esto llega a ser más que evidente, difícil de soportar.

Pero en fin, para nuestros intereses, y más allá de la importante anotación para quienes son responsables de todo ello frente a los demás actores sociales, lo relevante es cómo se piensa el proceso y el producto, así como al primero en su conformación, podríamos decir, más allá de una forma lineal, de fases consecutivas. Es cierto, igualmente, que existen momentos claramente diferenciados, y en la generación de espacios esto resulta muy significativo. Pero no se trata de algo esencial, allí está el punto, y los nuevos materiales y las tecnologías disponibles van evidenciando las potencialidades de una permanente construcción y reconstrucción en el hecho mismo de habitar.

El siguiente aspecto a considerar es el doble sentido que se esconde en el habitar: el cuidar el crecimiento y el edificar, el alzar. Lo que es vivo necesita de nuestra atención, protección para que se mantenga en su ser sin caer en la destrucción, la descomposición; y lo que hay que generar es compuesto, alzado para tales fines gracias a un trabajo sostenido para ello. Habitar, por tanto, es cuidad y erigir. Estar habitando viene a implicar existencialmente el hecho de estar en paz con aquello que se es y hace, con libertad, en el sentido de plenitud, potencia en acto:
 
"El cuidar, en sí mismo, no consiste únicamente en no hacerle nada a lo cuidado. El verdadero cuidar es algo positivo, y acontece cuando de antemano dejamos a algo en su esencia, cuando propiamente realbergamos algo en su esencia; cuando, en correspondencia con la palabra, lo rodeamos de una protección, lo ponemos a buen recaudo. Habitar, haber sido llevado a la paz, quiere decir: permanecer a buen recaudo, apriscado en lo frye, lo libre, es decir, en lo libre que cuida toda cosa llevándola a su esencia. El rasgo fundamental del habitar es este cuidar (mirar por). Este rasgo atraviesa el habitar en toda su extensión. Ésta se nos muestra así que pensamos en que el habitar descansa el ser del hombre, y descansa en el sentido del residir de los mortales en la tierra." (Heidegger, 1994a: 130-131).
 
"El puente se tiende “ligero y fuerte” por encima de la corriente. No junta sólo dos orillas ya existentes. Es pasando por el puente como aparecen las orillas en tanto que orillas. […] El puente coliga la tierra como paisaje en torno a la corriente. […] no es el puente el que primero viene a estar en un lugar, sino que por el puente mismo, y sólo por él, surge un lugar. […] Las cosas que son lugares de este modo, y sólo ellas, otorgan cada vez espacios […] Un espacio es algo aviado (espaciado), algo a lo que se le ha franqueado espacio, o sea dentro de una frontera […] La frontera no es aquello en lo que termina algo, sino, como sabían ya los griegos, aquello a partir de lo donde comienza a ser lo que es (comienza su esencia) […] Espacio es esencialmente lo aviado (aquello a lo que se ha hecho espacio), lo que se ha dejado entrar en sus fronteras. Lo espaciado es cada vez otorgado, y de este modo ensamblado, es decir, coligado por medio de un lugar, es decir, por una cosa del tipo del puente. De ahí que los espacios reciban su esencia desde lugares y no desde “el” espacio." (Heidegger, 1994a, 133-136).

El puente, en calidad de cosa que liga, de lugar, hace espacio, y no a la inversa como puede pensarse desde la concepción fisicalista de tipo positivista antes señalada, donde el último es concebido como un vacío a-subjetivo. Se trata de lo contrario: gracias a la subjetivación es posible, posteriormente, la abstracción, la objetivación más radical, por ejemplo de las matemáticas y su tridimensionalidad. Abrir distancias, componer fronteras, delimitar por atravesamiento y sostén, todo ello es lo que conforma espacios.

 
 
A modo de conclusión: “Poéticamente habita el hombre…”


Tercera y última vuelta a la tesis aquí planteada: dichas maneras de habitar que habitan al sujeto, son espacio-temporalidades conformadas social, cultural e históricamente, constituyen y son constituidas por subjetividades, en la dialógica de lo a priori y lo a posteriori que caracteriza todo devenir, todo proceso. De los tipos generales de ideas, podemos considerar a los “perceptos” (Deleuze y Guattari, 1997b) como las más asociadas a los habitares, por el rol de la estética en la conformación de la subjetividad. Y esto que ya aparecía en Nietzsche, era retomado también por Heidegger en su análisis de un poema de Hölderlin donde está en juego la concepción kantiana, donde más específicamente es el habitar el tema tratado: “poéticamente habita el hombre”, “Éste no sobrevuela la tierra ni se coloca por encima de ella para abandonarla y para flotar sobre ella. El poetizar, antes que nada pone al hombre sobre la tierra, lo lleva a ella, lo lleva a habitar.” (Heidegger, 1994b: 167). Esto no quita para nada la presencia de conceptos filosóficos, functores científicos, y otros tipos de ideas y nociones conformadas más allá de la filosofía, la ciencia y el arte. Los “bloques de sensaciones” constitutivos de los perceptos, se organizan en estilos, apelan a todos los sentidos, en juegos sinestésicos de profunda complejidad y que encuentran en la arquitectura su integración comunicacional más allá del “ocularcentrismo” (Pallasmaa, 2006). Si bien el espacio y el tiempo ya no son categorías trascendentales, a la manera del planteo kantiano y presente en la tradición de pensamiento fenomenológico clásico, con rasgos hasta en el mismo Heidegger, juntos conforman la matriz compositiva de toda experiencia posible, por lo menos hasta el momento. Las formas en que disponemos las partes y las totalidades; los repliegues de la materia y los pliegues en el alma (al decir barroco) (Deleuze, 1989), y los usos semióticos y hermenéuticos de los mismo en tanto “materiales de expresión”, conforman la espacialidad como vector de subjetivación que no es exterior a los sujetos, sino que los atraviesan, conformándolos, habitándolos, más allá de su voluntad, tal como Proust lo experimentaba gracias al “efecto magdalena”.
 

La problemática del inconsciente ha sobrevolado nuestro ejercicio, principalmente desde las iniciativas etnológicas modernistas, previas al estructuralismo antropológico, y más que nada desde la renovación generada por el esquizoanálisis de Deleuze y Guattari. La producción de subjetividad es un fenómeno integral que atraviesa todas las dimensiones constitutivas de lo que concebimos como lo humano, tanto consciente como inconsciente, más aún, pone en evidencia las relaciones entre ambos, sus discontinuidades pero también las continuidades, los diferentes grados de consistencia de lo subjetivo y lo objeto, los universos existenciales que habitamos y sus presencias-ausencias: “todas las instancias de enunciación pueden ser conjuntamente conscientes e inconscientes. Es una cuestión de intensidad, de proporción, de alcance. No hay conciencia e inconsciencia sino relativas a disposiciones que autorizan sus ensamblajes compuestos, superpuestos, deslizamientos y disyunciones.” (Guattari, 2000: 38). Esto implica que se habite en el intersticio de las ausencias y las presencias, espacio-temporalidades de las traslucencias, transparencias, opacidades; lo que implica toda una teoría del tamiz y los filtros, más allá de la noción clásica y burguesa de re-presentación (Doberti y Giordano, 2006: 11). La espacialidad nos llega por todas las antiguas facultades, desde la imaginación a la percepción, pasando por el entendimiento y la intuición. Algunas cuestiones podemos expresarlas discursivamente (“hablar sobre el habitar”), otras no, como las “prácticas espaciales” (Lefebvre, 1981: 42-43).

La teoría del sujeto y de la subjetividad que puede esbozarse en diálogo con la arquitectura, el urbanismo y el diseño, puede y debe alcanzar a formular las cuestiones en el encuentro de las perspectivas gnoseológicas de las ciencias humanas y sociales, y la filosofía relativa de los mismos con la práctica y el ejercicio de crear espacios y propiciar espacialidades. Esto implica, por lo menos, avanzar en el camino de desustancialización propio de cualquier actividad creativa, que pone en evidencia la artificialidad de lo dado, las potencialidades del acontecimiento, la experimentación y el azar de los encuentros, cuestiones que la práctica etnográfica contemporánea ha ido evidenciando de manera decisiva (Álvarez Pedrosian, 2011c). Asimismo, como siguiente paso, sobre el fundamento ahora abierto, el sujeto se muestra como des-fondado, y el sentido se comprende en su mundanización (Sáez Rueda, 2002), lo que la fenomenología proclamó a partir del idealismo kantiano, y posteriormente las versiones de corte hermenéutico-existencialista como la de Heidegger vinieron a explotar hasta el límite, a veces con conclusiones un poco angustiosas de clara filiación nihilista. Si el sujeto es una entidad contingente, artefactual –una “obra de arte” al decir de Nietzsche–, conlleva un diseño, una composición; la misma se va generando en prácticas concretas, más o menos conscientes, las formas de habitar (pautadas por el desalejamiento y la direccionalidad que dan espacio, un dónde donde residir, cuidando y erigiendo). Estas se encuentran a su vez más o menos configuradas y se presentan en forma transversal, es decir, conformando procesos de subjetivación. El sujeto que habita un universo existencial, es habitado por las espacio-temporalidades que lo atraviesan, en tanto estéticas elementales que dimensionan los materiales de expresión, aquellas cosas que serán tomadas para crear las entidades que pueblan sensiblemente dicho universo. Se trata de los bloques de sensaciones, sus afecciones y percepciones, apelando a los diversos sentidos “encarnados”, pero sin ser reducirlos enteramente a ello (Bogue, 2003: 164), pues nuevamente, se trata de lo humano más allá de lo humano, en su vínculo con lo no-humano que lo constituye.

 

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